Un día como hoy, hace 50 años, un terremoto mató a 70 mil personas en el Callejón de Huaylas

Archivo histórico de El Peruano

Por José Vadillo Vila*

Ese día, el destino embroncado quiso jugar a los dados con el número tres. A las 3 y 23 de la tarde del domingo 31 de mayo de 1970, la tierra empezó a temblar, hasta llegar a los 7.9 grados de la escala de Ritcher.

Es parte de la historia. El seísmo de 45 segundos, permitió que un enorme glacial de la zona norte del nevado del Huascarán se desprendiera: la inclemencia del apocalipsis fue ese aluvión que, en tres minutos, sepultó los pueblos de Ranrahirca y Yungay. Ocho años antes, en 1962, Ranrahirca había sufrido un primer aluvión.

En 90 segundos fenecieron sepultados más de 20 mil personas. Se calcula que, ese día, fallecieron más de 70 mil peruanos. La mayoría en la región Áncash. Se calcula, también, que la capa que cubre hasta hoy Yungay antiguo, tiene hasta siete metros de altura.

Solo 300 yungayinos sobrevivieron

Recordarán cada año, mes y día, que el lodo era una masa de color del luto y del tamaño del cielo. Que venía como botando chispas, precedido por un viento atroz y un ruido de pesadilla. Y eran solo las tres de la tarde de un domingo soleado y cualquiera, en la sierra de mi Perú.

Damnificados tratan de rescatar algunas pertenencias de los escombros de sus viviendas. Foto: Archivo Histórico de El Peruano

Solo han quedado huellas cristianas, como muestras de una piedad que parecía escurrirse de las plegarias no atendidas. La entrada de la iglesia de Yungay, la copa de las cuatro palmeras de la plaza de armas y el Cristo Blanco, de once metros, coloso de los brazos abiertos, que desde la cima del cementerio domina lo que fue y cuida las almas de los que partieron, en un guiño, hace medio siglo.

El Cristo Blanco cobijó a 92 yungayinos que, en medio de la desesperación, escalaron a la cima de aquella necrópolis para sobrevivir mientras el mar de nichos y ataúdes, curiosamente, los salvaguardaba. Fueron rescatados tres días después por helicópteros.

De Yungay queda entonces el Campo Santo Yungay y las cruces bajo las cuales se levantaron casas en medio de hierbas silvestres. Y enormes rocas blancas. Así deben de ser los “golpes como odio de Dios”, como dice el verso vallejiano de “Los Heraldos Negros”.

El fin del mundo

A las 3:23 p.m. de ese domingo de hace medio siglo, los japoneses Pakahashi, Yamo y Nakajima escalaban el nevado Huascarán cuando sintieron que el fin del mundo llegaba cual furia de mil Godzillas.

Ellos tuvieron suerte, sobrevivieron. Junto a andinistas de Checoeslovaquia y Nueva Zelanda, los japoneses pernoctarían en una caverna en las inmediaciones de la laguna de Llanganuco. La ayuda del Club Andino Peruano, demoraría algunos días en rescatarlos.

Una pareja de japoneses filmó un video que han servido de fuente para contar en documentales los momentos de la catástrofe: muro cayéndose, gente levantando los brazos, nerviosos, algunos alzando cuerpos de seres queridos que no volverían a dar alegrías.

Damnificados por el sismo permanencen en albergues. Foto: Archivo Histórico de El Peruano

Y una descendiente de japoneses, Angélica Harada, la cantante “Princesita del Yungay”, hasta hoy se le hace un nudo en la garganta cuando canta “Tragedia ancashina” y “Mi sufrido Yungay”: Dos días antes del terremoto, ella estuvo en Yungay; y aunque una prima le insistía que se quede para celebrar ahí su cumpleaños, Angélica volvió a Lima para cumplir con una presentación artística. Cuarenta de sus familiares por línea materna quedaron sepultados aquel infame 31.

Ella volvería 15 días de los hechos al lugar de la tragedia y solo las cuatro palmeras de lo que fue la plaza de Armas.

Cuando tembló la tierra, Lima primero se vio el ombligo: las calles del Centro Histórico estaban repletas de vidrios de los edificios y algunos muros del cerro El Agustino, construidos con la prisa de las invasiones que comandó “Poncho Negro”, sufrieron la caída de algunos muros. No era mucho.

Las noticias infortunadas llegaron ese mismo día, hablaban de una tragedia en la sierra norte, en Áncash. El mandatario, el general Juan Velasco Alvarado y varios integrantes de su gabinete, ese día se embarcaron en el BAP “Coronel Bolognesi”. Tres días después, el navío retornaba a Lima convertido en un hospital de altamar: traía numerosos heridos que se atendieron en distintos hospitales de la capital.

El lunes 1 de junio de 1970, los helicópteros de la Fuerza Aérea del Perú recorrieron sin suerte el callejón de Huaylas: ningún pudo aterrizar. La capa de polvo que dejó el terremoto y el aluvión era una cortina densa e impenetrable que se levantaba de los 8,000 a los 17,000 pies de altura, aseguró un piloto. Recién el martes 2 de junio, pudieron aterrizar en las explanadas del callejón de Huaylas.

Dos días después, el miércoles 3, mientras las réplicas continuaban asustando a los peruanos, un grupo de 40 paracaidistas descendió sobre el aeropuerto de Huaraz y Caraz para habilitar la pista de aterrizaje y el primer avión pudo aterrizar en la zona. El Ministerio de Educación ordenaba la suspensión de las clases “hasta nueva orden” en la “Octava Región de Educación”, que incluía a los departamentos de Áncash, La Libertad y Cajamarca. Un día antes, se había confirmado oficialmente que la ciudad de Yungay ya no existía más.

Para el cuarto día después de la tragedia, el jueves 4, recién se restableció el servicio de energía eléctrica en varios pueblos del departamento de Áncash y las provincias del norte de Lima.

Porque el seísmo dejó otras víctimas, en pueblos pequeños que casi desaparecen del todo, como Piscas y Pacaraos, en el norte de Lima, con 400 y 2,000 habitantes, respectivamente.

El frenético movimiento de tierra destruyó el 80 por ciento de sus viviendas. Los vecinos dormían a la intemperie y clamaban aquello que es mínimo (carpas, medicinas y víveres) para sobrevivir cuando la zozobra abraza.

Aquí estuvo Yungay

Cinco días después de ese 31, en la portada de El Peruano se reproducía la imagen del Servicio Aerofotográfico Nacional: dos grandes explanadas blancas, donde solo decía “Aquí estuvo Ranrahirca” y cuatro kilómetros mas allá, “Aquí estuvo Yungay”.

Una “x” señalaba el lugar en esa blancura -que era la suma de lodo y piedras- donde estuvo la plaza de armas. Era el testimonio aéreo del “cataclismo” del 31. La necrópolis más grande del país, acaban de inaugurarse. Lo menos importante, la imagen mostraba la carretera destruida.

Viviendas en escombros en la ciudad de Huaraz. Foto: Archivo Histórico de El Peruano

El mundo contó por cables de la época la tragedia del callejón de Huaylas; “la tierra en cólera ha borrado poblaciones pequeñas”, contaba en una nota El Comercio del Ecuador a sus compatriotas sobre el terremoto que “ha convertido en escombros ciudades importantes como Huaraz y llevado la desolación y el dolor por todas partes”.

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Por esos días, dirigía el destino del país el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas. Esos días de luto nacional, Consuelo Gonzales Posada, esposa del presidente Velasco Alvarado, no pegó un ojo: en su calidad de presidenta de la Junta de Asistencia Nacional (JAN), comandó una ‘Cruzada de Ayuda’ para los miles de damnificados que reunió más de 29 millones de soles de la época, para canalizar la ayuda a través del Comité de Auxilio Social y Emergencia Regional (ASER) del Ministerio de Salud Pública.

Recién dos años, en 1972, el país aprendería la lección; se organizó y daba vida al Sistema de Defensa Civil. La prevención comenzó, poco a poco, y aún demora, a hacerse palabra común desde los colegios hasta los centros laborales.

Chimbote

El puerto de Chimbote cambio los olorosos buques pesqueros por buques de “la Naval”, los BAP “Paita”, “Villar”, “Rodríguez” y “Chimbote”, anclaban trayendo ayuda para la emergencia (frazadas, carpas, medicamentos) y el Centro de Operaciones que se montaría en la ciudad ancashina. Levaban anclas para trasladar a decenas de heridos. El buque-escuela “Independencia”, dejó la formación de los oficiales y se convirtió en un buque-hospital.

Las unidades de ingeniería del Ejército se unían en el puerto ancashino para partir a la sierra para iniciar sus trabajos. Y el servicio aerofotográfico de la FAP desde el día siguiente del aluvión no dejó de verificar la presencia de posibles embalses de los ríos, y dio la calma a los ancashinos descartando ese peligro.

Como sucede en la actual época de la pandemia del coronavirus y las fakenews, en ese entonces también se tenía que hacer frente a los rumores que se propalaban de forma oral, por radios y en algunos periódicos. Gente que buscaba ganar réditos haciendo predicciones sin fundamento científico.

En su comunicado número 41 de la emergencia, el Gobierno tuvo que advertir que sancionaría “severamente a los autores de este criminal atentado contra la tranquilidad y la seguridad públicas”, decía el documento publicado el 4 de junio aquí (El Peruano).

Había urgencias, pero los rumores crecían como un tsunami, y el Instituto Geofísico del Perú, en la voz de su director, el geofísico Alberto Giesecke, tuvo que salir a desmentir: ni entonces ni hoy se puede predecir los sismos.

Solidaridad mundial

Una acción que se despertó, fue la solidaridad. Desde la ciudad de las tapadas y el Señor de los Milagros (Lima), la iglesia católica, a través del “canciller” Augusto Camacho Francia, firmaba un decreto constituyendo el Comité de Solidaridad de la Iglesia.

Los evangélicos no querían quedarse atrás, y la Comisión de Ayuda Social del Concilio Nacional Evangélico del Perú también apuró donación de fardos de frazadas y ropa para los damnificados.

La clase obrera, a través de la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), llamó a todo el país a ponerse de pie y solidarizarse con Ancash herido.

La noticia de los 70 mil muertos y los miles de damnificados despertó la solidaridad internacional que llegó en forma de aviones al aeropuerto Jorge Chávez y donativos de dinero.

En Chile, se realizó una colecta nacional para ayudar a las víctimas del terremoto peruano. Y mientras el parlamento chileno autorizaba el viaje de 13 diputados que eran médicos para brindar ayuda al Perú, la Cruz Roja Chilena, los clubes de rotarios y leones, apuraban el despacho de seis aviones con ayuda humanitaria y un hospital de campaña.

También desde La Paz, el presidente de Bolivia anunciaba el envío de un avión equipado con ayuda y la Cruz Roja Bolivia lideraba una cruzada por el Perú junto a instituciones cívicas y culturales colectas.

El ministro de Salud de Cuba aterrizaba al frente de un convoy de dos aviones. Lo trágico dentro de la tragedia fue el avión ruso que traía 200 toneladas y se estrelló con sus 22 tripulantes en el Atlántico Norte.

Desde el otro extremo de las ideologías, los Estados Unidos, enviaba aviones y una delegación de la Agencia para el Desarrollo Internacional (ADI), con sus 2,540 toneladas métricas de alimentos. Los gringos se quedarían en el Perú durante cuatro meses en las zonas devastadas.

El presidente francés Georges Pompidou envió una carta se asociaba “al duelo de las familias de las víctimas”. Y la firma venía con un apoyo de 50 mil francos para brindar los primeros auxilios a los sobrevivientes.

No hablemos más de montos, sino de hermandad: la Cruz Roja de Canadá, la Cruz Roja Italiana, Alemania, Argentina, España, Polonia, Brasil, también hicieron llegar su ayuda.

Hay otras víctimas: los huérfanos de Yungay, que se quedaron aquella tarde en el estadio del pueblo, donde había asistido para ver la función del circo “Verolina”. Varios de ellos fueron adoptados por familias de países de toda América y Europa. Son hombres y mujeres que hoy tienen, en promedio, 60 años de edad y tienen su propia manera de recordar el 31 de mayo, el día que el mundo acabó.

// * Agencia Andina

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