Ella, un vicio inmortal

Por Elizabeth Deza Laurencio*

Los celos y la mala decisión

El sol se mostraba poderoso, las flores daban la bienvenida y las aves afinaban las voces para el canto del día, cuando mi perverso destino brotaba cual rayos solares de la mañana. A de llamarme Matilde Cordero, y de a poquito narraré mi desventura provocada por Pablo, el mismo bolero que importunamente apareció en mis terrenos.

 Piña Ucro siempre tenía las tejas frías, las paredes duras como hielos y era para alegrarse, pues por el mismo frío ni las polillas descalabraban las maderas de las puertas y las chacrancas. Desde la aparición de mi razón crecí ahí. De chiquilla marchaba junto al reloj hacia la escuela, la puntualidad debía ser mi otro nombre, fue el gusto de papá; escribía mal y hablar fuerte no era lo mío; odiaba a los señores de sacos y corbatas, hasta que… cuando ya se me asomaban las rarezas en mi aspecto de mujer, mis padres y hermanos iban sucumbiendo por males inexplicables del tiempo. Así que, toda la granja y los terrenos estaban bajo mi mando, fui apremiada, sin lugar a dudas.

Entonces, la mañana que me regué la vida de lodo, inició con mi aparición en el séptimo huerto de frescas verduras. Era ruda, inmensa y bella a la vez; descansaba día y noche en el mismo lugar, los años no pasaban por ella, sino ella por los años; esa roca estaba a espaldas de la casa, y junto a ella dormía entre los suelos la tierra negra, esa era la más apropiada para el otro huerto de la granja. La bondad de esa tierra hizo que mis plantaciones fueran extremadamente grandes y frescas. Yo, estaba junto al feo, seco y flaco Shuco; me apenaba verlo, pues su aspecto era ridículo después de haberse atragantado con algún huesecillo, solo vivía de agua; siempre tenía las orejas caídas, patas tembleques, hocico seco y cola caída; lo único que tenía de virtud era ser limpio, pues esa suerte bailaba en mis manos. En ese sentido, de pena o no, ese día mientras recogía oréganos, cebollas, culantros y congonas para la agradabilísima sopa y té de la mañana, vi aparecer una lujosa camioneta por la carretera, la misma que tenía fin a unos metros de Piña Ucro, mi casa. Asombrada y atónita observe detenidamente qué novedades traía el que iba dentro de esa gigantesca hermosura. El encolerizado Shuco quiso echarse unos ladridos y correr hacia la llegada, pero lo detuve a tiempo y en mente pedí que los otros no ladrasen al oír al coche. Esforcé a mis ojos para distinguir al sujeto que iba dentro, no obstante me era imposible, pues eran oscuras las ventanas del vehículo. Unos minutos después, un corpulento de barbas largas, ojos molestos y arrugas gruesas bajó del carro;  observó las montañas de rocas y henos secos de las laderas; al parecer el señor odiaba al frío, pues sobándose los brazos para darse calor, violentamente abrió la puerta del coche y sacó de él un bolso, este se movía mucho, le dio algunas patadas y se fue. Me aproximé lentamente, y por un hilo de tiempo creí que era un cerdo o un perro callejero que odiaban, pero caí desilusionada y sorprendida al rescatar a una persona ya mayor, con aspecto casi similar o peor al de Shuco, olía a muerto y por un instante amé más a mi perro que a cualquier ser en el mundo.

            —Así que tú eres el cerdo que imaginé —le dije, carcajeando la broma que fue solo para mi entendimiento—. ¿Lo echaron verdad?

            Observaba sorprendida al extraño, Y en la suciedad y el horror de sus harapos, me vi perdiendo el juicio al pensar que me valdría su llegada para experimentar lo que a muchas, seguramente, ya les ha pasado.

            —No soy un trofeo ni un obsequio, qué esperas para traerme un poco de agua —me habló muy enfadado.  

            —Eres —También me irrité— un desgraciado, te abandonan en mis terrenos y pretendes decir que soy tu anfitriona.

Pensé en cómo respondería a lo que dije. En el fondo, muy gustosa pensaba que esa noche dormiría acompañada. Ya brotaban consecuencias de una vida loca, salvaje y solitaria. Realmente, la inesperada llegada, daba lugar a mi vasta imaginación, pues qué comentarían mis cercanos que vivían a  hora  y media de la casa, los mismos que adivinaban mi suerte de soltera, defiendo mis gustos aclarando que en el pueblo los hombres escaseaban.

            —Siento molestarla apreciable mujer —dijo, quitándose el polvo de la ropa—. Ha sido muy amable al desanudar el bolso. El cobarde que me trajo se fue sin saldar cuentas, ahí la razón de mi enojo.

            —Comprendo que tienes un día arruinado, sin embargo procure ser más modesto cuando se dirige hacia mí —cambié la voz a una grave, de mujer adulta. Tenía la intensión de enganchar su atención, sin importar su identidad, o los años que tenía. Sonreí y procuré adivinar su edad, después de pasarle los números lo arrimé a  los cincuenta  años.

Después de la atontada bienvenida, llegamos a casa. Inesperadamente  ascendió hacia mis mejillas y orejas  la vergonzosa experiencia que estaba por vivir, pues la cocina estaba llena de hollín y la cama, quién sabe si se acomoda al gusto del visitante, estaba como las tenemos en el campo. Mejoré la sopa y añadí otros bocados para encantar al caballero. Cuando serví el desayuno, sin decir mucho se engulló la comida.

            —Siendo hombre de ciudad me permito decir —dijo alegremente—  que allá la vida es rica; la comida es deliciosa, hay ropas elegantes, la gente es buena y sus mujeres son muy amigables.

            — No seas insolente —le dije, con una seriedad propia—: Nadie se ha muerto por comer mis comidas y vestir mis ropas, mala no he sido con nadie y también puedo desbordar alegría si me lo permiten.

            Estuve incómoda al oír sus alabanzas de gente de ciudad, como la molestia se me subió a la cabeza me permití decirle que no conocía la ciudad y que mis colindantes indicaban que estaba a cinco días a pie. Claro que para mis adentros este sería el plan perfecto para asustarlo y no permitir que se fuera.

            —Cómo puede estar tan lejos la ciudad, debe ser mentira, —dijo algo incómodo— Si la venida en coche no fue mucho, me habría dado cuenta.

            —Señor, si pretende insinuar que soy una mentirosa, haga el favor de salir de la casa e irse a su majestuosa ciudad.

            — ¿Dónde queda el pueblo? —Preguntó disminuyendo el tono de su griterío— quisiera conseguir un hotel y conseguir un coche para regresar.

—Lamento desilusionar tu pobre anhelo —dije mientras me acomodaba el cabello— pues el pueblo está muy lejos y no verá más de lo que hay en este punto del mundo.  

*Licenciada en Educación. Escritora pachiteana, integrante de la Asociación de Escritores de Huánuco

Imagen: (Internet) pinterest.com

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30.11.2021

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