Nada podría resumir mejor el libro de Luis Jochamowitz –Vladimiro. Vida y tiempo de un corruptor (edit. Planeta, 2019)– que un espejo. No ha esbozado un retrato con el que los lectores pudieran contemplar, desde lejos, la viva imagen de la miseria; al contrario, ha trazado una figura de tal manera que, con el correr de las páginas, aparezca a nuestro lado, en una cómoda complicidad de café o para una cálida fotografía. No se trata de la biografía de un hombre, sino de una historia común. Vladimiro Montesinos fue nosotros; este es el objetivo del autor.
A pasos intercalados, el periodista nos va mostrando el surgimiento de Montesinos, un nacido en Arequipa hacia 1945; alguien que se educó en un colegio militar primero y luego, por influencia paterna, optó por la carrera castrense. Nada más revelador aquí: el cadete, no dotado para la acción, respondió a la vida militar con sagacidad: empezó a espiar y recopilar secretos –conocimiento es poder– de sus compañeros y maestros, y a armar vínculos convenientes. El cálculo y el don de convencimiento pronto constituirían parte de su personalidad: en 1970 ya se valía del hijo del comandante del Ejército para evitar ser asignado fuera de Lima; en 1973, ya capitán, se presentó, de buenas a primeras, a la casa de un importante general y consiguió ser su asistente. Hasta 1975, Vladimiro, siempre ansiando las cercanías de los altos mandos, buscaría acomodarse y destacar en el voluble ambiente de la dictadura de Velasco. En conclusión, el ejército peruano prohijó a Montesinos, fue el agua donde este nadó a comodidad; y aunque luego lo expulsó y sentenció a prisión (por abandono de cargo), seguirían enlazados por los secretos que entrambos se manejaban.
Supuestamente acabado en 1977 y padeciendo el confinamiento, aquel supo rehacerse: desde la cárcel, cuenta Jochamowitz, Vladimiro estudiaba para finalizar su carrera de abogado. En 1978, libre, ya tenía el diploma; y ese mismo año pasó a defender a un narcotraficante: riqueza y experiencia empezaban a crecer entre sus manos. Y al igual que el ejército, el castillo judicial también lo adoptó, lo hizo suyo. Abierto a ese tráfico corrupto –de sobornos a secretarios, padrinazgos entre magistrados, de agasajos cómplices–, la vida de los tribunales compaginó a la perfección con el ahora litigante Montesinos.
En un tercer escenario, entrando ya a la década de los noventa, no fueron los militares ni los abogados los que lo buscaron; fueron los políticos. Alberto Fujimori, relata el escritor, quería deshacerse de una denuncia que afectaba su candidatura: la puerta estaba abierta, otra vez, para el futuro asesor presidencial. Ya en el gobierno, y con la insuperable visión de encontrar bajezas en cualquier resquicio del alma humana, el «doctor» se fundió con la clase política nacional. De ahí hacia toda la sociedad había solo un salto, y lo consiguió mediante la nefasta televisión.
«Es nuestro monstruo», dice Jochamowitz en una entrevista reciente. Justamente, nuestro. Vladimiro no se puede entender sin los otros, sin sus relaciones y su entorno. Encajó bien en cada institución a la que se presentó: en el ejército envilecido y de valientes de escritorio; en el mundillo judicial ahíto de compadrazgos; en nuestra política llena de oportunistas. Y el libro resalta muy bien esa habilidad del personaje para construir dúos sociales: con Fujimori, con Abimael Guzmán, con Laura Bozzo. No era un inverso Midas que todo lo que tocaba se corrompía; era más bien el compañero con el que se podía forjar proyectos comunes, aunque estos se trataran sobre todo de ascensos y ventajas económicas.
¿Es un héroe negativo? ¿Cuántos de los peruanos, a baja voz, no aprecian la intrepidez de un hombre por lograr sus propósitos, ambiciosos, reprochables, pero humanos al fin? Ciertamente, los intelectuales buscarán contrarrestar la supuesta grandeza del «doctor», en una lucha moral que es necesaria. Pero para dar esa batalla se requiere partir de una asunción honesta: Montesinos forma parte de nuestra identidad; una herida cerrada, si se quiere, pero de cicatriz imborrable. No lo alejemos con un estigma inútil; sus herederos pueden estar al doblar la esquina, podemos ser nosotros mismos. Y no hay nada desesperanzador en esto último. Si Vladimiro merece compararse a una sombra, no hay que olvidar que ésta siempre precisa de luz para perfilarse.
*Escritor y abogado por la UNMSM / eifel.ramirez@gmail.com