La frontera de Ana

Foto: Internet

 

Por Eiffel Ramírez Avilés*

 

Ana Estrada ha solicitado cuándo y cómo morir. Ese pedido, realizado ante un juez, escapa a los papeles y razonamientos judiciales; ahora nos involucra, nos vincula, nos arrastra al torrente de esa existencia que representa hoy Ana. En efecto, su caso ya no es un asunto privado: ha puesto en la palestra su decisión, pero desea que nosotros también elijamos. He ahí el salto trascendental, su símbolo final.

Ana Estrada pide que la eutanasia sea legal en el país. Pero lo pide, porque ella misma quiere disponer de tal mecanismo cuando su hora haya llegado. No es una activista de horarios; no es una soñadora bienintencionada; no es una luchadora de pantallas: ella, su cuerpo, es el centro mismo de la batalla. Aquejada de polimiositis y dependiendo de otras personas las veinticuatro horas del día, exige la eutanasia porque experimenta dentro de sí la enfermedad y la carrera contra el tiempo. Y en medio de ese fragor ella clama la libertad de elegir. Este derecho, tan usado y desgastado en un mundo contemporáneo trivial, se revitaliza y renueva con su voz.

El resquicio de libertad que Ana quiere mantener no es un simple capricho; es algo poderoso: quiere dejar mala parada a la muerte, tan acostumbrada en tocar la puerta.

Pero Ana ya nos viene dejando mal parados a nosotros. En la audiencia judicial llevada a cabo para exigir su derecho, los caballeros del legalismo saltaron al estrado. “No podemos ejecutar la eutanasia”; “que lo decida más bien el Congreso”, dicen estos. “No hay una norma previa que la establezca”, vociferan. Pero la contienda ya la ha ido ganando Ana, porque esos abogados no hicieron más que morderse las colas y de caballeros quedaron solo soldaditos de latón. Presentaron el argumento democrático y el argumento del peso de la norma, como impedimentos para que el juez autorice la eutanasia. Veamos, pues, esos argumentos. ¿De cuándo acá un asunto de valor (o religioso, como la muerte) debe decidirse por el número?; ¿por qué, si fuesen coherentes, en vez de que el Congreso decida la aplicación de la eutanasia no pensaron más bien en un referéndum? En efecto, si queremos que el argumento democrático –que nos dice que la decisión de un tópico delicado debe ser establecido por un grupo representativo del pueblo– sea lógico, debemos dejar la decisión de la ejecución de la eutanasia no a un cúmulo de parlamentarios, sino a todos los ciudadanos. De esa forma, millones de peruanos deben decidir la suerte de Ana; pero eso es un completo sinsentido por donde se lo vea, si no injusto; mejor deberíamos retacear el cuerpo de Ana entre todos nosotros y a ver cómo nos va. Por otra parte, el argumento del peso de la norma –que señala que debe haber una norma previa para aplicar la eutanasia; que solo la ley tiene el poder de cambiar las cosas– también son cadenas que la dogmática y el sistema jurídico de nuestra nación nos ha venido imponiendo. El miedo a la inseguridad, el miedo a fracasar, el miedo a lo irreversible, ha atrapado nuestras mentes: por eso, se cree que un juez no puede cambiar un estado de cosas, solo la ley. ¿Entonces por qué un juez y no el sillón donde se sienta debe ser el indicado para hacer justicia?; ¿para qué estudiar derecho si en la trayectoria de la carrera nos vamos a tildar de incapaces siempre que veamos asuntos difíciles?

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Hay otro argumento más que se ha soltado en la mencionada audiencia: el argumento de la víctima depresiva. Por ese motivo, se requiere que un especialista evalúe a Ana para saber su “verdadero” estado de salud mental. No es posible negar la idoneidad y la utilidad de las ciencias médicas en relación a dicho estado; pero lo que es pertinente no puede convertirse en arbitrario. Un especialista puede contribuir a determinar la situación emocional y mental de una persona, empero, su dictamen no puede, por sí solo, establecer el significado de la existencia de alguien y el concepto de libertad que maneja. Como fuese, veamos directamente a Ana: su temple, su carácter, su pertinacia; tiene una apuesta sincera por vivir (entendiendo a este como la libertad de decidir). Sus palabras, verbales y escritas, van forjando multitudes de adhesiones; inspira ya a un sinnúmero de personas con la misma situación o no; derruye con facilidad a tantos objetores de su voluntad. El dictamen de un especialista anclado entre cuatro paredes no vale nada ante ese mar llamado Ana.

“En tiempos de guerra, fui frontera”, dice ella en uno de sus papeles. Entre la vida y la muerte, Ana se ha puesto en medio. Con la vida, nos ha encarado el si podemos cambiar nuestras instituciones y tradicionales pensamientos. Con la muerte, nos ha invitado a afrontarla como debe ser: no como un castigo –divino o humano–, sino como un abrazo sin fin y cuya calidez se podría sentir todavía en cada rincón. “No quiero morir en la clandestinidad, dice Ana, sino como una ciudadana ejerciendo su derecho”. ¡Qué cerviz no puede inclinarse ante imbatibles palabras! Mientras no permitamos el derecho de Ana, los rumores de la vergüenza irán zumbando todos los días nuestros oídos. Su voz, sus pies, su cuerpo desnudo, su sonrisa de marfil, su mirada inapelable, nos hundirá en la humillación. Ana le dijo sí a la vida y a la muerte. ¿Podemos estar a esa altura?

*Escritor y abogado por la UNMSM

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