Ella, un vicio inmortal

Por Elizabeth Deza Laurencio*

De vuelta a la urbe

Matilde tenía la mirada entristecida. Tomó el bolso con los abrigos, que generosamente prestó al extraño hombre citadino; desviaba la mirada hacia otros lados, mientras que Pablo ya subido en el cochecito que le llevaría a la ciudad, se despedía amablemente de las otras mujeres del pueblo. Después de tantos afectos de unos con los otros, volteó la mirada hacia la bella campesina, durante dos o tres minutos la observó, tomó el pañuelo que yacía bien doblado en el saquillo que llevaba puesto, para entregársela y decirle casi susurrando que se lo llevara a la ciudad y lo buscara como don Pablo Aguirre, que lo estaría esperando para recompensarla de todo lo que hizo por él. Frente a esa actitud, la simpática mujer, echó a reírse; se le acercó y le tiró el suave pañuelo a la cara, pues en el fondo sabía que no existía ninguna probabilidad de que ella llegase, alguna vez, a la metrópoli.

Pasmado, de tanto insulto, iba viendo cómo se alejaba de aquella comarca, pequeña, frágil y muy calurosa. Por otro lado, Matilde iba hacia su casa, enferma de tanta decepción; al llegar, con mayor cuidado colgó el pañuelo, que le arrancó de la mano a Pablo, segundos antes de que él saliera, en la parte de la cabecera de su cama y se echó a llorar. Después se examinó en el espejo, observó con detenimientos la suavidad de sus mejillas, la blusa y las botas que las llevaba puestas, la luz que ingresaba por la amplísima ventana hacía que su reflejo se vea aún más resaltante. Ella misma, al observarse, no se sintió guapísima; solo veía las costuras cocidas de su vestido, las botas llenas de lodo y las manos ásperas. Tomó el espejo que estaba pegado junto a la mesita de documentos, y se observó con mayor detenimiento, haciendo que las partes más difíciles de ver saltaran a notarse.  Sabía, no obstante, que no estaba evaluando sus cualidades como debería hacerse y que quizá no notaba algo que le hacía aún más bella que otras mujeres del pueblo. Se quedó meditabundo en medio del cuartillo, pensando en si volvería a verlo una vez más. Una idea locamente inventada al instante, empezaba a emerger desde sus adentros; la idea de que llegaba  a la ciudad, lo buscaba y al encontrarlo decirle cuánto era el afecto que ella le tenía; decirle que desde su partida había perdido las fuerzas de seguir viviendo, fuerzas que iban abandonándola, hasta llegar al punto de que ya no podía defenderse sola; quizá se excedió con tanta imaginación, movió la cabeza, tomó conciencia y balbuceando de que era una locura salió con su abrigo a seguir con su vasta faena del día.

Viajó mucho rato en el pequeño camioncillo, que generosamente llevó a Pablo del campo a la ciudad. Desde la pista, el chofer del camión pidió a Pablo que se bajara y que le pagara por el servicio prestado, puesto que no tenía interés en entrar al centro de la urbe. Pablo, trató de persuadir al conductor, para que lo llevara hasta su calle, pero este se negó. De pronto, cuando ya estaba abajo. Escuchó dos voces desconocidas, fuertes y chillonas, pues eran dos señoras que sabían de la desaparición de Pablo, ambas discutían y se insultaban comentando de que una de ellas fue quien lo vio primero y que la recompensa sería suya, Pablo al comprender el contexto y el tema de la pelea, comentó que ambas se llevarían la recompensa si pagaban el pasaje y lo acompañaban hasta su mansión.  Gustosamente las señoras aceptaron la oferta.

Triste y algo acongojado de tanta aventura insospechada, observó con detenimiento la puerta de su casa, puerta que yacía casi abierta; no era necesario abrirla del todo para que notaran de su aparición, porque alguien desde la ventana del segundo piso gritó ¡Abuelito! Los hijos, nietos y criados de Pablo salieron a recibirlo; dieron la recompensa indicada a las señoras que en ningún momento dejaban de hablar, hasta cobrar el último sol que le prestaron.

Los familiares de Pablo, se oían contentos, al comienzo hicieron que se pusiera algo cómodo y se abrigara, antes de empezar con el café que alegremente los criados sirvieron. Dijo que recordaba todo lo que había vivido antes y después del secuestro; recordaba todo lo sucedido y con mucha precisión, sin embargo, señaló que no tenía interés en contar lo ocurrido, menos aún la razón. Pero, para la calma de la familia decidió compartir la experiencia vivida en el campo, allá en Piña Ucro, donde se topó con Matilde, los perros, las vacas, las ovejas, los cuyes y gallinas… para las nueras de don Pablo era graciosa la idea de ver al magnífico suegro entre salvajadas del campo. Entre susurros las criadas comentaban, que las nueras no eran bien recibidas en esa casa. La casa, ya tenía las puertas bien cerradas, los hijos de Pablo ya se iban retirando, los criados hacían lo suyo y Pablo aunque cansado, se despidió amablemente de sus nietos y se dirigió a su habitación a descansar.  Puesto que, el día siguiente sería otro día y que su inquietud reposaba en la indescriptible locura de encontrar a Marta.

Aunque parecía ya topar los cincuenta, aún tenía el aire rejuvenecido. Más aún ahora, porque aprendió a vivir la vida de otra manera, aunque para su amigo, la actitud que Pablo tenía era repulsivo. Aquellas veces cuando buscaba a Marta, después del secuestro, iba constantemente al cementerio. Allí pedía colaborar con los panteoneros en hacer la limpieza, sin sospechar que de fila en fila irían llegando guapas enlutadas para darle néctar a su vejes y mantenerse activo alimentando sus falsas ideas del amor.

Quién sabe cuan terroríficos serían sus sueños, qué espectros en su sano juicio lo dejarían dormir, pues para los creyentes, eso es cometer adulterio, la mujer ha de guardar la muerte de su reciente marido, aunque sea por un año. Para ironías de la vida, ni ellas soportaban la idea de la soledad en sus vidas, ahí la razón para refugiarse por unos minutos en brazos de un casi viejo pervertido…   Un día de esos, para bien o para mal, llegó a trabajar al cementerio un jovencito de aproximadamente diecisiete años, contó que estaba en apuros y que necesitaba el dinero para cubrir sus estudios… y Pablo debía instruirlo, su buen amigo Mishti, se negó aceptar tal idea… Continuará.

*Licenciada en Educación. Escritora pachiteana, integrante de la Asociación de Escritores de Huánuco

Imagen: (Internet) pinterest.com

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