El hombre que llegó al infierno

Por: Manuel Nieves Fabián

Aquel día, cuando Rufino viajaba a las haciendas de la costa en busca de trabajo para conseguir dinero, en el camino se encontró con un caballero impecable vestido de negro, montado sobre un hermoso caballo blanco, que le dijo en tono imperativo:

—¡Amigo!, ¿a dónde se va usted?

Asustado, el hombrecito contestó:

—A la hacienda de Espachín, señor.

—¿Buscas trabajo?, ¿quieres ganar plata? —inquirió el caballero, luego continuó—: Si buscas trabajo y quieres ganar mucho dinero, vamos a mi hacienda.

—¿Dónde queda tu hacienda, señor?, ¿en qué trabajaré? —preguntó curioso.

—Mi hacienda no está tan lejos. Está pasando aquel cerro, abajo, en la quebrada —dijo señalando el lugar.

—¿Cuánto pagarás, señor?

—¡Mucho dinero, lo suficiente para que puedas vivir toda tu vida! Eso sí, primero haremos un contrato por un año, sin lugar a renuncia. En caso de incumplimiento, perderás todos tus beneficios.

Como Rufino necesitaba dinero y no podía perder esta ocasión, aceptó y firmó a ojo cerrado.

Apenas ambas partes rubricaron sobre el papel, el caballero ordenó que subiera a las ancas de su caballo, y veloz partieron por caminos que nunca había visto.

El caballo corría dando resoplidos y de sus cascos brotaban menudas chispas fulgurantes.

Al llegar a un inmenso portón, el caballo dio un relincho largo y prolongado, entonces, por sí solo se abrió el zaguán haciendo resonar sus goznes.

Las graderías, cual inmensos anillos, a manera de un camino a lo más profundo de la tierra, los condujo a un lugar a donde no llegaban ni los rayos del sol. Reinaba la penumbra, durante el día y la noche. La luz se asemejaba a una luna tan débil, en un mundo donde, al parecer, no había signos de vida.

Para empezar su trabajo, el patrón le entregó un par de zapatos de fierro con la condición que sus servicios terminarían el día en que los zapatos se acabaran.

Así, Rufino empezó su trabajo haciendo los más raros mandatos. Si no cumplía, el patrón se enojaba y lo castigaba, dejándole el cuerpo completamente lacerado.

Un buen día, le ordenó que cogiera leña del fondo de un pantano y que cargara en el lomo de una mula que dormía a orillas de un gran río, diciendo esto le hizo ver al animal.

El hombrecito aceptó sin chistar. Cuando se aproximó a la bestia, esta, al despertarse, salió corriendo como una bala y de sus ojos parecían saltar chispas de fuego. La mula era tan briosa y salvaje que con sus cascos amenazaban aplastar a Rufino. Siéndole imposible atrapar, no supo qué hacer. Cuando lloraba y se lamentaba de su desgracia, se le apareció un anciano que con una voz tan dulce le aconsejó:

—Así nunca atraparás a la bestia, no tienes ni soga, nada tienes. Infeliz y desdichado eres. Esto te pasa por haber aceptado el contrato sin haberlo pensado. Sano y buen hombre eres, por eso te voy ayudar. Para atrapar a esa mula, acércate lo más que puedas y arrójale al cuello, con tu mano izquierda, la faja que llevas puesto en la cintura. Cuando hayas logrado, ya no correrá. Una vez que está en tus manos, no dejes que se te escape ni menos le tengas compasión, en lo posible flagélalo duro y firme. Has que te respete y te tenga miedo. Cuando hayas logrado esto, llévalo al canto del pantano, cúbrele los ojos con tu poncho y sujétalo bien firme, luego gritas: ¡Kärgakuy, kärgakuy, kärgakuy…! (¡Cárgate, cárgate, cárgate!). Al escuchar tu voz saldrán las culebras y toda clase de serpientes del fondo del pantano y se colocarán a manera de tercios de leña sobre el lomo de la bestia. Ella corcoveará y respingará y arrojará la carga cuantas veces sea necesario. Tú, con valor gritarás fuerte, lo sujetarás y lo castigarás. Cuando se haya cansado completamente, sudando y temblando de rabia cederá; entonces, formarás sogas uniendo las puntas de las culebras y con fuerza ajustarás la carga; en caso que el animal no se dejara cargar, lo castigarás hasta sangrarlo, verás, que por fin se quedará quieta.

El hombrecito hizo todo cuanto le dijo el anciano. No fue nada fácil, pero logró hacerlo.

Cuando llegó a casa del patrón y descargó la leña, este no salía de su asombro. Nadie había pasado esa prueba. Lo que Rufino había hecho era extraordinario.

Y así, todas las órdenes eran obedecidas y cumplidas, pero con la ayuda del anciano. Al cumplir el año de trabajo, los zapatos ya se le habían acabado, entonces exigió al patrón que cumpliera las cláusulas del contrato. El patrón no tenía argumentos para negarlo.

Era la primera vez que un mortal le exigía, con justa razón, el pago por su trabajo; entonces, ordenó al hombrecito que llenara cinco costales de carbón.

Él no se explicaba para qué, pero pensando que era su último trabajo fue con dirección a la cocina; al llegar, encontró a una mujer sangrando y cruelmente maltratada. Asustado y profundamente consternado por el estado en que se encontraba, preguntó por el autor del horripilante maltrato. Ella, haciendo esfuerzos y casi con voz agónica, respondió:

—Fue el peón del patrón, cuando ayer fue a cargar leña desde el pantano. Estoy condenada a estos maltratos por haber sido la mujer de un cura.

La respuesta le heló el cuerpo. Nunca había pensado que la mula sería una mujer; sin embargo, no quiso desobedecer a su amo, y presuroso llenó los cinco costales de carbón.

El patrón no encontró motivos para pretextar y retenerlo por más tiempo. Leyó y releyó el contrato y no tuvo más remedio que cumplir. Mirándole con envidia por el alma que perdía le dijo:

—¡Puedes irte! ¡Llévate por el precio de todo tu trabajo los cinco costales de carbón! Eso sí, te recomiendo que no lo abras antes, sino al llegar a tu casa.

—¡Pero, patrón…!, ¿mi ganancia…? —trató de reclamar el hombrecito.

Este, con los ojos fosforescentes, le clavó una mirada severa. El esclavo agachó la cabeza y no tuvo más remedio que cargar su carbón y retornar a su casa.

Iba llorando detrás de las bestias, maldiciendo la hora en que su patrón se cruzara en su camino. «¡Un año de trabajo para ganar solo carbón!», repetía mecánicamente a cada instante.

Sin darse cuenta, había llegado a su casa. Su mujer y sus hijos que nada habían sabido de él durante un año, al verlo vivo, no supieron qué hacer. Saltaban de gozo y lloraban de alegría. El hombrecito, ni por eso se sintió feliz, seguía llorando por haber sido engañado y por haber malgastado su tiempo.

Cuando le preguntaron el porqué de su congoja, les narró su historia, y como prueba dijo:

–¡Ahí están los cinco costales de carbón!

Los curiosos, sus amigos y familiares, fueron a descargar los burros que difícilmente se mantenían de pie. Los costales pesaban como si contendrían piedras. Al abrirlos, para sorpresa de todos vieron que no era carbón, sino monedas de oro.

Rufino mudó su tristeza por la alegría, y consideró que había sido bien pagado por todas las penurias sufridas allá en el fondo de la tierra.

De puro contento, organizó una fiesta para todo el pueblo ante el asombro de todos ellos.

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09.10.2023

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