
Por: Jorge Chávez Hurtado
Con El corazón ardiente del estío, el poeta huanuqueño Samuel Cárdich consuma una ofrenda mayor al amor y al cuerpo, al éxtasis y al temblor, al deseo que quema sin pedir permiso en el tiempo que todo consume. No es un libro: es una consagración. No es un conjunto de poemas: es un altar encendido donde la palabra se desviste, se entrega y se vuelve carne.
Desde la primera imagen —una mujer desnuda, vista de espaldas, sentada, recogiendo su cabello— el lector penetra en un mundo íntimo, carnal, sutilmente provocador. Esa figura no posa: seduce y provoca, es umbral y misterio. La pintura, obra del artista huanuqueño Oliver Mucha Chávez, no ilustra: consagra. Es una llama silenciosa que arde en cada página, un fuego contenido que quema bajo la piel de los versos: no se leen, se viven.
La poesía como destino
Desde su primer poemario Hora de silencio (1986) hasta su reciente Aquí ardió el fuego (2023), Samuel Cárdich ha transitado un camino poético que lo ha llevado de la memoria familiar a los abismos del cuerpo, del dolor físico a la evocación amorosa, del paisaje interior al compromiso con la tierra y el tiempo. Pocos poetas peruanos han sostenido con tanta fidelidad su voz en medio de la dispersión contemporánea. Su obra ha sido traducida al italiano, portugués, rumano y croata, y reconocida por críticos de la talla de Ricardo González Vigil, quien lo incluyó en la Antología de la poesía peruana. No hay oropeles en su camino: hay trabajo, hay verdad, hay fuego.
Venus abre la puerta
El poema que abre el libro —En el altar de Venus— no es una introducción: es una invocación cargada de erotismo, misticismo pagano y ternura desgarradora. Desde su primera línea, el lector queda atrapado por el hechizo:
“Diosa del amor, que alborotas la noche / con gemidos y dulces gritos de agonía…”
Estamos frente a una plegaria, pero no cristiana: es pagana, sensual, honesta hasta el temblor. El oferente llega al altar no con incienso, sino con la “llama votiva de la pasión que no se agota”, pidiendo no redención, sino carne, sudor, labios que humedezcan la sequedad del alma y apaguen la sed antigua de amar.
“la mujer soñada que humedezca la sequedad de su boca,
sacie sus anhelos y reconforte su corazón desosegado”.
No hay temor en el suplicante. Llega “desnudo”, como debe llegarse a la poesía verdadera: sin máscaras, sin retórica vacía, con hambre de belleza y entrega total. La mujer que busca no es objeto ni mito, sino presencia: diosa y cómplice, tempestad y refugio, laberinto y puerta abierta al cielo de este mundo.
“la hembra que sepa extraviarlo en el laberinto de sus noches tórridas
y de par en par le franquee la puerta del cielo en la tierra”.
La carne hecha verbo
Con este libro, Samuel Cárdich eleva el erotismo a la categoría de lo sagrado. No hay vulgaridad en su mirada; hay reverencia. Cada verso nace de un temblor auténtico, de una necesidad existencial. Su poesía no describe el amor: lo encarna. El lector no solo asiste al poema, sino que entra en él, lo vive, lo padece, lo desea.
Frank Mamani Bartrames lo ha dicho con justeza: “Samuel demuestra una vez más que su poesía es un ceremonial”. Sí, pero esta vez es un ceremonial donde Eros es sacerdote y Venus, altar. Cada poema es un rito. Cada palabra, una llama.
El corazón ardiente del estío no es un libro que se lee: es un libro que se ofrece, que se vive, que se quema entre las manos. Un libro para leer en silencio… o en la penumbra de un cuarto compartido.
Samuel Cárdich no escribe desde la comodidad del lenguaje. Escribe desde la herida, desde el deseo que arde, desde la ternura que enmudece. Y por eso su poesía nos toca. Porque es verdadera. Porque es fuego. Porque es cuerpo. Porque es vida.
EN EL ALTAR DE VENUS
Diosa del amor, que alborotas la noche
con gimos y dulces gritos de agonía,
dale al oferente, que llega a tu altar
llevando de regalo la llama
votiva de la pasión que no se agota, la mujer
soñada que humedezca la sequedad
de su boca, sacie sus anhelos
y reconforte su corazón desosegado.
Concédele, al suplicante que llega a ti desnudo
y con ávido deseo de consuelo, la hembra
que sepa extraviarlo en el laberinto de sus noches
tórridas y de par en par le franquee la puerta
del cielo en la tierra, lo deleite
con los frutos rojos de su fogosa intimidad.