Atracción infinita
Apesadumbrado va el descontentadizo marido dentro féretro, lloran los suyos, y calmadamente la furia del melancólico momento dilata el aura del dolor. Mientras tanto, Pablo; el joven de cabello blanquecino, ojos hundidos y tez asurcados, lanza un vistazo exótico a la esbelta figura de la fina viuda. Él, analiza detalladamente la anatomía del bello mortal, la revisa de pies a cabeza. Después de escanearla detalle a detalle, muy dentro de él, se siente rejuvenecido, motivado y renovado. La negra y fina sombrilla se aferra a sus delicadas manos, para batallar con la fuerza iracunda del sol, pero, ¿quién la defiende del rabioso viento? Nadie. Encaprichada, la tibia brisa del medio día juega con el triste y coqueto vestido de la bella mujer e intencionalmente dibuja en ella la perfecta anatomía que Dios en su bondad la delegó.
Pablo lucha por desviar la mirada hacia otros lados, pero excitado de tanta belleza, sus ojos continúan desmenuzándola parte por parte. En sí, el hedor pasional de guapas enlutadas provoca en él memorias de intensos deleites en sus años de mocedad. Procura acercarse y acarrear sobre ella el deseo de…
Para el caballero, era un deseo inexistente y poco excitante disfrutar la suave y fina delicadeza de una mujer. Fueron aquellos años de mucha tranquilidad. Años de muchachas ya casadas, con una atracción irresistible, que acarreaban fragancias y desgracias al mismo tiempo. En ese momento iba recordando cada pasaje de su vida; mientras jugaba con las manos en los bolsillos, vigilaba, se unió a la escolta de dolientes que iba detrás. Observaba atentamente a la que lloraba. Susurrando detrás decía: ¿detente? Olvida a quien en vida fue. — La frescura de toda tu juventud irradia vivamente, solo yo puedo verlo— lo decía casi susurrando, ¡pero lo decía!
Se frotaba la barbilla, fue una costumbre prohijada en sus primeras andanzas con Marta. Pablo, en sus años de mocedad tuvo la suerte de ser un triunfante empresario. Llevó a buenas fortunas la agrupación heredada por sus antepasados. La familia desbordaba de harta confianza hacia él y terminaron depositando las firmas a su nombre. Condujo a buenas andanzas y buenas ganancias a los profesionales que pisaron su vasta compañía, asimismo, logró sacar de la pobreza a las personas de recursos menores.
Desde una vida universitaria se comprometió con los suyos para dirigir el patrimonio, el compromiso no le quitó lo atractivo. Era de estatura alta, tez blanca, y tenía el cabello enrulado. Fue la locura de muchas jóvenes que con él trataron. Sin embargo, no logró impedir su matrimonio con una damita ordinaria de nombre Isabel, que solía visitar constantemente la casa, pues era la mejor amiga de su hermana. En el fondo, siempre se pensó que lo había hecho por compasión.
Tuvo cuatro hijos, quienes en los últimos años iban rosando los años mayores y cada quien vivía en lo suyo, dirigiendo la empresa mejorada por el padre Pablo. Por maledicencias del tiempo perdió a su esposa en un trágico accidente, pero el suceso no gozaba de tanta importancia para él. Muchos echaban lágrimas a la muerte de la fallecida, sin embargo, a Pablo le inquietaba más las andanzas del negocio familiar. Los hijos enojados por tanta frescura, incriminaban al padre por las burlas del resto. Ahí la razón, para la mejora de su relación con sus hijos, tomó la decisión de cederles puestos de la empresa y así poder él ablandar el peso laboral.
Tuvo una vida fría, Tranquila y casi imperturbable. Tiempo después, cuando los años se le pasaban e iba germinando sobre él algunos cabellos blanquecinos, tomó cuenta que ya le andaban por topar los cincuenta años, cuando pensó que debía vivir un poco más la vida, sin sospechar que brotarían algunos vicios jamás celebrados.
Era una tarde, tranquila, clara y de muchas idas y venidas. Las luces de las callejuelas no eran del todo potentes, en comparación con las de Madrid, Paris, Manhattan, o la misma ciudad de Lima. Dentro de un edificio de brillos turbios, un caballero de rostro enojado, arrugas gruesas, el cabello y la barba encanecidos, desde el rincón más apagado observaba a los que ingresaban y salían del mismo, donde se alzó el BAR LA NEGRITA, que se encontraba en la calle principal de la ciudad. Era alto, y llevaba unos zapatos enormes, pantalón grueso y casaca doble. Sus dos anteojos de grandes monturas, las llevaba firmemente, y hacía que disfrutaran de un lugar especial en el bolsillo de su formidable abrigo, ambas eran usadas en ocasiones diferentes: una, era de lectura, hechizado revisaba con este las ganancias del día; el otro, le valía para mostrarse con los suyos con elegancia. Las cualidades físicas de don Roberto, el dueño, le permitían soportar las horas nocturnas y algunos malos entendidos entre los clientes, cuando ya estaban achispados.
El lugar era acogedor, puesto que el dueño lo decoró con múltiples focos, que expresaban brillos suaves y románticos. La fachada tenía una decoración encantadora, lo detalló centímetro a centímetro con vigas de Caoba, haciendo del lugar aún más elegante y atractivo. Las delineaciones hechas en cada espacio de la pared eran modernas, así como los retratos en vidrios colocados en lugares visibles. También creaban magia las velas amarillas y rojas situadas en las lámparas, cedidas por algún pariente antiquísimo.
Don Roberto, aun teniendo el aspecto de un hombre enojado con ojos saltones, nadie pudo discutir sobre su buen gusto. Sabía cómo cautivar a sus clientes. Entonces, copa tras copa, don Roberto mientras observaba hacia la puerta, vio ingresar a una distinguida dama, ella iba de la mano junto a un caballero joven y elegante. En el bar ya conocían a esa pareja y sabían que ambos se habían casado hace varios años y que constantemente iban al lugar. Sin lugar a dudas, la Negrita siempre albergó a personas selectas, oscuras en sentimientos y todo lo demás. La dama era una mujer excepcional, pues bebía cual caballero sediento, pero no se embriagaba. Mientras tanto, el marido, con unas cuantas copas ya había caído rendido. Se deshizo de él, ordenando a su chofer que se lo llevara. Para Marta, recién iniciaba la noche.
En aquel momento, estaba sentada mientras bebía una copa de wiski, muchos de las otras mesas la observaban y hablaban sobre su infinita belleza. Era alta, delgada, de tez fina, ojos brillosos, labios dibujados y dientes de perlas definidas. Las mejillas las llevaba algo ruborizadas, hasta el maquillaje se perdía en ella. La distancia no era impedimento para que la admiraran. Así era Marta. Llevaba unos aretes plateados, estos se mostraban generosos, pues con las luces del bar, brillaban aún más y ella irradiaba incomparablemente. El chal azul transparente, el vestido y los zapatos fusionaban en ella un esplendor de mujer, hasta Julieta de Shakespeare, la Cenicienta de Perrault, Madame Bovary Flaubert o Ana Karenina de Tolstoi admirarían la perfecta figura y belleza de la dama en el bar.
Ella yacía sola, bebía y pensaba quién sabe en qué; entre luces, copas y música ignoró la llegada de un misterioso y varonil caballero, quien perturbado de tanto trabajo, preocupaciones y tristezas; llegó a parar al lado de una mujer inigualable, una mujer solitaria, perdida en la noche de copas, quien tenía la intención de perderse en brazos de cualquier solitario que quisiera… (Continuará)
*Licenciada en Educación. Escritora pachiteana, integrante de la Asociación de Escritores de Huánuco
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