Por Eiffel Ramírez Avilés*
Caro Sr. James:
Divinamente, ha caído a mis manos su libro «Variedades de la experiencia religiosa», que recoge sus conferencias Gifford impartidas en la Universidad de Edimburgo. Mis ojos no han descansado hasta leer su última exposición, en la que remata los asuntos concernientes a la realidad de lo no visible, la vida religiosa y la relación armónica que tendríamos con el universo. Y no descansan hasta ahora, puedo decir, porque con emoción grata sigo recibiendo las visiones afables de sus frases; las ideas sublimes que como faros intensos disipan las decepciones; las sensaciones de una belleza interna y externa… Cada palabra suya, en fin, ha sido un golpe de luz.
No pienso acometer, tan usual en los tiempos, una crítica de comidilla. Quiero mostrarle a cambio mi fervor y mi consigna, mi adhesión hacia ese estado superior del alma, de «carácter fronterizo» como refiere, y que nos llena de gozo. Porque usted nos muestra que, a pesar de la época secular de nuestro siglo, la religión es la provisión más valiosa en este barco humano anhelante de nuevos horizontes. Pero seamos más contundentes: si es que la hubo, la “época secular” fue un error. ¿Quién afirmó, pues, que había que separar la vida de la religión? Se identificó a esta última con las grandes comunidades teístas (cristianismo, islamismo, judaísmo) y por ende se buscó relegarla de los intereses esenciales de la sociedad; empero, su persona inauguró un concepto abierto de religión: lo religioso sería, así, una concepción que pretende definir la vida y la muerte humanas; por ello, cualquiera tiene este carácter, inclusive el ateo. Sí, estimado profesor, el ateísmo es en consecuencia una religión: aquel que pide el retiro de imágenes de los espacios públicos; o la prohibición de juramentos a una deidad; o el cierre de iglesias; es, en el fondo, un ferviente religioso.
Sr. James, el pragmatismo ha sido vilipendiado harto, como ya anticipó. Aceptar la verdad de algo según las funciones o los efectos que consigue en la realidad, no parece una tesis elevada. Sin embargo, nunca fue más oportuno este postulado que en la prueba de la existencia de dios. «Dios es real –dice usted– desde el momento en que produce efectos reales». Ciertamente, cualquier argumento de antaño a favor de esa existencia había decaído (y seguirá decayendo en el futuro, mientras medie la sola razón); pero con gran sagacidad, prefiere aceptar a la divinidad por lo que esta provoca en los hechos. De ahí que no se trata de “verificar” a dios, sino qué promueve en nosotros cuando hacemos plegarias a uno: ¿amor?, ¿paz?, ¿esperanza?, ¿fuerza? Si consigue estos, basta, dios existe. Por eso, su concepto abierto va más allá de los dogmas y se mezcla con lo concreto y lo subjetivo; por eso, cita excelentemente al profesor Leuba: «¿Existe Dios realmente? ¿Cómo existe? ¿Qué es? Estas son preguntas irrelevantes. No es Dios, en último análisis, el fin de la religión, sino la vida, mayor cantidad de vida, una vida más larga, más rica, más satisfactoria. El amor a la vida, en cualquiera y en cada uno de sus niveles de desarrollo, es el impulso religioso».
Si la religión no se circunscribe a los tradicionales formatos, es posible que cada individuo pueda experimentar dentro de sí hechos trascendentales, que van desde un cambio de perspectiva, la sanación de un mal físico, hasta la completa conversión mística. En sus conferencias “La religión de mentalidad sana” y “El alma enferma” recoge ardorosos testimonios de gente que ha tenido experiencias religiosas y que, por tal motivo, han dado un giro en sus vidas y su salud física. Nada más actual, maestro James: este mundo repleto de fármacos, laboratorios, prótesis y, sin embargo, ninguno de estos puede curar. Es la pregunta de siempre: ¿por qué la ciencia no puede curar? No puede hacerlo, por supuesto, porque se rehúsa a considerar que el hombre tiene una dimensión espiritual. Usted mismo critica el “materialismo médico”, el que pretende minimizar cualquier estado espiritual a una causa orgánica; y frente a ello inserta la llave maestra: ningún juicio espiritual puede reducirse a un juicio factual.
Pero su libro está lleno de otros fogonazos. Recuerdo este: «Hemos crecido literalmente temiendo ser pobres (…) el temor a la pobreza que prevalece en las clases cultas es la enfermedad moral más grave que padece nuestra civilización». Y esto no es un golpe certero solo para la gente de habla inglesa, como arriba a creer: es para todos. En nuestro siglo, en nuestro azaroso contexto sudamericano, nadie quiere ser pobre. Mas no solo eso: lo pobre se asocia con la ignorancia, con la suciedad. En efecto, la pobreza ha perdido algún valor: el hombre moderno tiene un horror en cultivarla; le es indignante ver a un ser pobre; y se estremece «con el solo pensamiento de tener un hijo sin poseer una cuenta saludable en el banco»… ¡He ahí nuestra caricatura!
Nadie rebaje su encomiable catadura y personalidad, maestro James, sufridor de neurastenias y de largas crisis internas. A diferencia de otros pensadores, que esconden el cuerpo y solo muestran ideas, llegó a revalorar sus propias angustias, pánicos y depresiones, a fin de ejemplificarse, de poder enseñar a través de la enfermedad, de hacernos saber que es posible nacer dos veces. Esa inigualable honestidad es la que más respeto; y déjeme decirle que, cuando me enteré que usted mismo era el paciente francés atacado por el pánico y la melancolía, y que analiza en su conferencia sétima, no dejó de embargarme la admiración y el aprecio: un hombre cabal, un hombre de fe.
Hacia 1910, Sr. James, usted falleció, pero dejó encargado a su hermano que se quedara todavía en Cambridge para comunicarse con él desde el más allá. Extasiado con la misma esperanza, ansío que, en el éter, estas palabras se fundan con sus pensamientos.
Afectuosamente.
*Escritor y abogado por la UNMSM