
Por: Joyce Meyzán Caldas*
Hace apenas unas semanas concluyó el semestre 2025-I y, como docente universitaria, fui testigo de un fenómeno que se intensifica al cierre de cada ciclo académico: el estrés entre los estudiantes. No se trata de una mala racha pasajera, sino de un agotamiento profundo —físico, emocional y mental— que deja huellas duraderas. Este fenómeno se repite en universidades de todo el mundo, aunque con matices culturales y estructurales propios de cada contexto.
El estrés académico tiene múltiples causas. Investigaciones recientes destacan que los estudiantes foráneos enfrentan presiones adicionales: la adaptación cultural, las barreras idiomáticas, la soledad y, en muchas ocasiones, la inseguridad económica. Un estudio realizado en China reveló que el 28,7 % de los estudiantes internacionales presentaba síntomas de ansiedad, derivados no solo de la carga académica, sino también de su percepción del estrés y la distancia con su red de apoyo.
En Latinoamérica, países como Perú enfrentan retos particulares: la presión académica se combina con carencias de infraestructura y factores socioeconómicos. En zonas con baja conectividad, cumplir con tareas en modalidad virtual o híbrida se convierte en un desafío diario que alimenta la tensión emocional.
En Lima, diversas investigaciones han confirmado que el estrés agudo es un predictor clave de la ansiedad universitaria, mientras que la autoeficacia —entendida como la confianza en las propias capacidades— actúa como un factor protector importante. Esta se fortalece a través de redes de apoyo social y en entornos que valoran el acompañamiento más allá del aula. En provincias como Huánuco, he escuchado testimonios de estudiantes que, tras jornadas extenuantes, aún deben buscar señal de internet en la madrugada para entregar sus trabajos a tiempo. Son historias que reflejan un tipo de estrés particular, marcado por la falta de recursos y las dificultades de acceso.
Ante esta realidad, los estudiantes de distintos países han desarrollado estrategias para enfrentar el estrés. Algunas son sencillas y universales: procurar un sueño reparador, practicar técnicas de respiración o meditación, realizar ejercicio, escuchar música o mantener una alimentación equilibrada. En contextos con mayor acceso tecnológico, se aplican herramientas innovadoras. Por ejemplo, el programa mHELP utiliza pulseras inteligentes para detectar, en tiempo real, signos fisiológicos de estrés y sugerir intervenciones personalizadas. Su implementación en campus universitarios ha demostrado reducciones objetivas en los niveles de tensión.
En el Perú, estudios han evidenciado que los programas grupales de manejo del estrés tienen efectos positivos significativos sobre el bienestar psicológico y el rendimiento académico. Talleres, grupos de tutoría y actividades extracurriculares se convierten en espacios donde los estudiantes no solo aprenden técnicas de afrontamiento, sino que también encuentran compañía y apoyo. En mi experiencia, incluso gestos sencillos —como flexibilizar un plazo o permitir que un estudiante reorganice sus entregas tras una crisis— pueden marcar una gran diferencia.
Las universidades, tanto a nivel internacional como nacional, han empezado a responder a este desafío. En Australia, la Monash University ha implementado un modelo educativo que prioriza el bienestar, combinando recursos digitales, asesorías personalizadas y actividades para cultivar la resiliencia. Otras instituciones globales han introducido “días de salud mental” en sus calendarios académicos o programas de consejería disponibles las 24 horas.
En el contexto peruano, universidades de Lima como la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y la Universidad del Pacífico han impulsado centros de bienestar estudiantil que ofrecen atención psicológica, talleres y asesoría socioeconómica. En regiones con menos recursos, como Huánuco, la respuesta ha sido más modesta, pero no menos valiosa: oficinas de bienestar que gestionan becas, facilitan transporte, coordinan con servicios de salud mental, brindan tutorías personalizadas, ofrecen acompañamiento pedagógico y organizan charlas sobre manejo del estrés. Sin embargo, persiste un déficit importante en la atención de casos graves y en el seguimiento continuo.
Como comunidad universitaria, debemos actuar en varios frentes: revisar y equilibrar las cargas académicas para evitar picos de estrés en periodos cortos; promover políticas institucionales que contemplen flexibilidad en casos justificados; crear espacios seguros para hablar de salud mental sin estigma; capacitar a los docentes para detectar señales tempranas de problemas emocionales y canalizar el apoyo necesario; y fomentar la autoeficacia y el trabajo en red entre estudiantes, ya que la confianza personal y el respaldo de pares son tan efectivos como cualquier intervención terapéutica formal.
El estrés universitario, aunque inevitable en cierta medida, no debería convertirse en un factor que deteriore la salud mental ni provoque deserción. Las universidades no solo forman profesionales; forman personas, y eso implica cuidar su integridad emocional tanto como su rendimiento académico. Al cerrar este semestre 2025-I, queda claro que no basta con celebrar los logros si no atendemos los costos emocionales que estos conllevan.
Si algo me ha enseñado la docencia es que un estudiante que se siente apoyado aprende mejor y con más entusiasmo. No se trata de reducir la exigencia, sino de acompañar el proceso, humanizar la educación y reconocer que el aprendizaje no es una carrera de resistencia solitaria, sino una experiencia colectiva en la que el cuidado mutuo es tan importante como los contenidos. Construir universidades más humanas, con estructuras flexibles y programas de bienestar sólidos, no es un lujo: es una necesidad urgente si queremos formar profesionales resilientes, críticos y capaces de enfrentar un mundo que también los retará bajo presión.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.
@joycemeyzn