Por: Jorge Chávez Hurtado
En Huánuco, donde los ríos conversan con las montañas y la memoria se esconde en cada piedra, camina todavía —sereno, sabio, indoblegable— el maestro Limber Rivera Dionisio. Hombre de disciplina férrea, estudioso incansable, peregrino de los libros y las verdades escondidas en la cultura del Huánuco profundo. Él, que alguna vez alentó mis primeros pasos de periodista y pedagogo, ha sido y es una brújula de dignidad y conocimiento.
A su lado estuvo, hasta el 2016, la maestra Gelmira Guardián de Rivera, mujer de temple y ternura, con quien fundó en 1992 la institución educativa José Antonio Encinas Franco, levantada con ladrillos de sueño y esperanza. Su partida abrió un silencio en la familia, pero dejó encendida la llama que hoy resplandece en sus hijos y nietos.
La vida tiene sus maneras misteriosas de entretejer destinos. Mi padre, Abelino Chávez Dueñas, ya ausente también, y el maestro Limber solían reclamarse primos, como si en ese gesto se reconocieran las ramas de un mismo árbol que el tiempo quiso separar. Y las genealogías, esas ramas secretas de la memoria, nos cuentan de un sacerdote Rivera en el siglo XIX, que dejó no solo misas y peregrinajes por el valle del Nupe, distrito de Baños, provincia de Lauricocha, sino también descendencia que se bifurcó en dos líneas: Rivera y Dueñas, distintos en el apellido, pero unidos en la savia, linaje tejido de silencios y resonancias.
Fue en medio de esos recuerdos familiares que me sorprendió un mensaje: Luis Enrique Rivera Guardián, hijo del maestro Limber, me escribió con la sencillez y la fuerza de la sangre:
“Primo, no te olvides de los primos menores”.
Y en esa línea breve empezó a desplegarse una historia que hoy no es solo suya ni mía, sino de todo Huánuco.
Luis Enrique me habló de su hija, Krystel Luana Rivera Villanueva, once años apenas, pero ya un huracán de talento, constancia y luz. “Es campeona nacional de marinera”, me dijo, y yo quedé suspendido entre el asombro y el orgullo, como quien contempla un amanecer que no esperaba.
Krystel nació un 12 de junio de 2014, hija de Silvia Luz Villanueva Baldeón y de Luis Enrique, nieta del maestro Limber y de la inolvidable Gelmira, nieta también de Rafael Villanueva y Herlinda Baldeón. Alumna aplicada del colegio Matusita, amante de las matemáticas y del inglés, corredora de voleibol, futbolista, nadadora, cantora en coro escolar: una niña que parece multiplicar las horas del día para vivirlo todo.
Pero es en la marinera, esa danza que es cortejo, picardía, memoria y desafío, donde ella encontró su destino. Desde los seis años se dejó guiar por Miss Betty Sánchez y el profesor Raúl Medrano Céspedes, formadores del Centro Cultural Arte y Tradición, cantera de bailarines y custodio de una tradición que ya cuenta más de tres décadas.
Los logros hablan por sí mismos:
*Campeona Infante del II Concurso de Noveles Huaral Marinera en el Mundo – 2025.
*Campeona Novel “A” del VII Concurso Selectivo de Marinera en Pucallpa – 2025.
*Subcampeona Novel “A” en Chincha y en Tingo María.
*Tercer lugar en Pachacámac.
Una niña de once años que carga sobre sus hombros el pañuelo y la tradición como si fueran alas.
Y no solo eso: Krystel es también damita de la Cofradía de Negritos Niño Jesús el Gran Pequeño, acompañando con fe y alegría una de las festividades más entrañables de Huánuco. Desde hace cuatro años baila para el Niño Dios con la misma pasión con que pisa las pistas de los concursos nacionales.
Ella misma lo dice con la transparencia de su edad:
“La marinera es una danza muy bonita. Siento mucha emoción y bastante alegría al momento de bailarla. Puedo expresarme como soy yo, me dejo llevar por la música, el compás y el ritmo. El saber que comparto pista con mi pareja me entusiasma más, porque sé que doy un mensaje profundo de esta hermosa danza”.
Al leer esas palabras, pensé en el abuelo Limber, en su vida hecha de disciplina y cultura, en la abuela Gelmira, maestra de sueños, y comprendí que lo de Krystel no es casualidad. Ella es el eco de una genealogía de maestros, de luchadores, de sembradores de cultura. Su pañuelo flamea como una bandera heredada de la historia, y cada giro que dibuja en la pista es también un giro de la memoria de un pueblo que se niega a olvidar quién es.
Y así, entre genealogías y danzas, entre primos y maestros, entre ausencias y presencias, Huánuco se redescubre en una niña de once años que ya es embajadora de su tradición. Porque cuando Krystel baila, no baila sola: con ella danzan los apellidos que se bifurcaron en el tiempo, los abuelos que sembraron camino, las montañas que vigilan el valle, las lágrimas que nos visitan cuando sabemos que la vida, a pesar de todo, es herencia y es esperanza.






