Por: Jorge Chávez Hurtado
Hay despedidas que desgarran el alma y dejan un silencio tan profundo que parece que el mundo entero contuviera la respiración. La tarde del 15 de octubre de 2019, a las tres y treinta, ese silencio se volvió un lamento universal: Ubaldo Fernández Fiestas, maestro de la guitarra, cantor de Huánuco, amigo de la vida y la memoria, cerró sus ojos para siempre. Allí, rodeado de sus hijos, su último aliento se perdió en el aire, y con él se llevó un pedazo de nuestra historia musical. La noticia se esparció como un eco que dolía: Huánuco lloraba. La guitarra se quebraba en un llanto silencioso que nadie podía contener.
Recuerdo la primera vez que visité al maestro en su casa de la última cuadra del jirón Hermilio Valdizán. Era una tarde que prometía calma y descubrimiento. Al abrir la puerta, lo vi allí, con su sonrisa franca, sus manos llenas de historias y de acordes. Me habló de su llegada a Huánuco en noviembre de 1962, de cómo decidió quedarse, de cómo construyó una familia numerosa con su esposa y sus hijos, de cómo la música se convirtió en el centro de su vida y en la voz de nuestra tierra. Su relato era música; su voz, un vals que giraba entre la memoria y el amor.
Desde entonces, lo acompañé en jornadas de periodismo y de vida. Lo vi tocar su guitarra con maestría infinita, lo escuché enseñar con paciencia y generosidad. Sergio Pelo D’Ambrosio me contó que Ubaldo había sido su maestro, y de los mejores. Yo lo confirmaba cada vez que sus dedos recorrían las cuerdas, cada vez que su voz nos envolvía en melodías que eran más que notas: eran un abrazo al corazón de Huánuco. Su conjunto Jardín Huanuqueño, junto a sus hijos Edwin y Ethel, el maestro Armando Cabanillas y la voz de Edith Cuestas, transformaba cada presentación en un ritual de emoción, de memoria y de amor.
Su vida estuvo marcada por la música, pero también por la generosidad y la humildad. En el velorio del maestro Wilde Palomino Ánderson, Ubaldo se quedó hasta la madrugada, acompañando a su hermano del arte, compartiendo silencios y recuerdos, dando testimonio de la fraternidad que solo los músicos de verdad conocen. Cinco años después, la historia quiso que él mismo emprendiera su viaje final. Su partida fue un soplo de eternidad que nos dejó huérfanos de su presencia, pero herederos de su música.
Y entonces llegó la noche más triste y más luminosa a la vez: el velorio del maestro Ubaldo. El velatorio estaba lleno de sombras y de lágrimas. Cada mirada, cada suspiro, estaba cargado de dolor. Y entonces, en medio de la oscuridad que parecía tragarse todo, Edwin y Ethel comenzaron a cantar. Mensaje a Tingo María, el vals que su padre escribió el siete de setiembre de 1976 y grabó en 1977, resonó como un milagro de amor y memoria. La voz de sus hijos, entrecortada por el llanto, se elevó y llenó la noche: cada nota era un hilo que unía la tierra con el cielo, la vida con la eternidad. Allí, entre lágrimas, todos comprendimos que Ubaldo no se había ido; estaba vivo en cada acorde, en cada verso, en cada corazón que escuchaba.
Ubaldo nació en Chongoyape, Lambayeque, el siete de setiembre de 1933, hijo de Domingo Fernández Aguinaga y María Fiestas Farfán. Hijo de una tierra lejana, se convirtió en hijo adoptivo de Huánuco, ciudad que lo abrazó y a la que dedicó su arte y su vida. Desde los ocho años tocaba la guitarra en el populoso barrio Las Latas de Chiclayo, y años después viajó a Tingo María, Pucallpa y finalmente Huánuco, donde dejó su huella para siempre. Su legado no es solo música; es un testamento de amor, de memoria y de esperanza.
Mensaje a Tingo María no es solo un vals: es un canto a la naturaleza, a los ríos, a las cascadas, al cielo azul, a la fragancia de sus mujeres y a la Bella Durmiente. Es un mensaje que Ubaldo nos dejó como un pacto: mientras sus acordes sean escuchados, él vivirá. Cuando tuve la oportunidad de grabar ese mismo vals en dúo con Charito Chocos Vásquez, sentí que cerraba un ciclo de gratitud infinita. Era un homenaje, sí, pero también un encuentro con el maestro, con su voz, con su espíritu que jamás se extingue.
Seis años después, su presencia sigue viva. En nuestro programa de radio De Cantos, Calles y Campos, en la memoria de sus hijos, en cada interpretación que recuerda su arte, Ubaldo sigue aquí. La eternidad tiene su melodía, y esa melodía lleva su nombre. Cada lágrima que cae, cada nota que resuena, es un recordatorio de que los grandes maestros nunca mueren: se transforman en música, en memoria, en abrazo eterno.
Y así, cuando escucho Mensaje a Tingo María, cierro los ojos y lo veo allí, sonriente, con su guitarra, enseñándonos que la vida puede irse, pero el amor y la música permanecen para siempre. Edwin y Ethel nos lo recordaron en esa noche de velorio: que el maestro vive, que el vals vive, que Huánuco lo lleva en su corazón. Porque los maestros de verdad no mueren. Ellos cantan para siempre.
MENSAJE A TINGO MARÍA
Autor: Ubaldo Fernández Fiestas
(Vals)
Escucha el mensaje de un trovador,
que ama a la naturaleza,
pues la divina providencia
ha realzado la belleza de tu selva.
El sol, entre los cerros al asomar,
reviste de brillo el horizonte,
y el arrullo de las aves me inspira
a cantarte esta canción.
Fragancia de rosas, tus mujeres;
son encantos tus paisajes y cielo azul;
esas verdes montañas que añoro,
la Bella Durmiente, tu tesoro. (BIS)
Tingo María, bello panorama,
ha hecho de mis sueños una evocación;
canto a tus cascadas, ríos y aguajales,
a la grandeza digna de tu pueblo. (BIS)







