
Por Eiffel Ramírez Avilés*
Era un hombre de cabello a dos retazos, de carrillos amplios y distintiva barba circundándole la boca. Era rechoncho y de andar pausado, al ritmo del peso de un morral o una maleta. Tenía el rostro muchas veces adusto, pero solo como trampa momentánea a una mirada y sonrisa jocosas. Portaba aire de campechano y una voz marcada por una débil carraspera. Para el trabajo, calibraba una corbata; en sus viajes, una visera o una boina. Ese hombre se hacía llamar Mario y, al amparo de unas letras de Platón, decía que no había nacido para sí mismo, sino que una parte de él era para su patria; una segunda, para sus amigos; y una última, para alguna que otra circunstancia de la vida.
Conocí a Mario Portocarrero en la Universidad de San Marcos, cuando él dictaba clases relativas a las ciencias políticas y a la sociología. Yo tenía dieciséis y él sesenta y un años; pero esa diferencia de edad se evaporaba rápidamente cuando conversábamos: su calor, su simpatía, su jovialidad, lo convertían en un compañero más. Dictaba, ciertamente, cursos en las aulas sanmarquinas, mas su faceta educadora iba más allá de los claustros: organizaba eventos académicos; asesoraba talleres de alumnos; aconsejaba a grupos políticos estudiantiles; ejercía la crítica pública y opinaba sobre una miríada de asuntos que atañían a nuestros derroteros. Mario era alma y fuego donde estaba; por eso, el gusto por su personalidad cundía tanto entre las generaciones menores.
Él había bebido de varias fuentes culturales y deseó compartirlas. Hacia el 2003, junto con un grupo de estudiantes, fundó un taller filosófico –TAFIDEP– en el seno de la Facultad de Derecho de la mencionada universidad. Enterado de ese grupo, me uní a este, por lo que tuve el placer no solo de aprender mucho en ese espacio, sino también en conocer mejor a Mario como filósofo. La filosofía, tal como él la planteaba, no tenía que ser una carrera o una profesión, sino un modo de vida. Además, sostenía que cualquier persona podía hacerse los grandes problemas del mundo e intentar resolverlas; por ese motivo, él nunca guardaba un respeto formal y vacío a ningún pensador: a la hora de la discusión, tiradas las preguntas sobre la mesa, todos –vivos o muertos, famosos o desconocidos– estaban en condiciones de igualdad. Asimismo, manejaba las lenguas clásicas como el latín y el griego, y esa ventaja le permitía efectuar precisiones conceptuales y exigirnos distinciones antes de proponer una tesis.
No escribió ningún libro. Cuando un día fuimos a su oficina y le preguntamos la razón, nos dijo: «Yo decidí escribir sobre la cabeza de los hombres». Él era oral. Sus disertaciones eran de una vivacidad intensa; tenía la característica de desdoblarse y presentar dos teorías contrapuestas como si fuesen dos personas reales disputando. Resulta inevitable asociarlo ahora con Sócrates. El dinámico y peculiar griego tampoco dejó algo escrito, porque simplemente estaba ligado al pensamiento vivo, a la prédica abierta de ideas, a que el libro era la propia persona en su quehacer. Mario siempre repetía que el lenguaje era una cárcel; por ello se esforzó incansablemente en desplegar su verdad a través del diálogo directo y la acción.
Se dice mucho sobre la ideología y la línea política de Portocarrero. Sus rivales y enemigos en la universidad lo tildaban de “rojo” y “comunista”. Teóricamente, era un marxista y un materialista. Digamos mejor: una interpretación marxista y materialista era su base o punto de partida para cualquier tema. En el campo de la filosofía, aplicaba esa forma de pensar, por ejemplo, al analizar a los presocráticos; y admiramos mucho la convicción de sus palabras y la luz que arrojaba sobre las cuestiones difíciles de los antiguos. Sin embargo, él no fue nunca un radical, ni un dogmático. Era un marxista que admiraba a Karl Popper. Cuando una noche lo acompañé a tomar el bus, en el camino me soltó: «Mira, el capitalismo tiene una suerte; entre sus filas tiene a pensadores de la talla intelectual de Sir Popper». Y mucho antes de eso, en una clase, citó en italiano una oración fúnebre ofrecida en su momento al autor liberal. No pretendamos encasillar fácilmente a alguien.
Mario asumió el sentido prístino de “¡los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!”. Apostó por éstos y se les unió en sus vaivenes. Los alentó, los apoyó, los comprendió. Cuando un estudiante lo había injuriado, le inquirí, casi reprochándole, por qué admitía esa insolencia; mas él me señaló: «Hay que sembrar; cualquiera fuese el terreno, hay que sembrar». No quería, pues, una juventud derrotada y sumisa a un sistema que solo ansiaba castigar o idiotizar. Fue uno más de nosotros, con el ímpetu inacabable, la constancia a prueba de todo, el espíritu rebelde. Una vez, mientras realizábamos una de nuestras protestas y nos encaminábamos hacia el Congreso, fijé la vista hacia atrás: él estaba ahí, en una de las columnas de la marcha, con su paso firme y la boina encima, hombro a hombro con los jóvenes. El maestro, más que un magisterio, hizo amistad; más que discípulos, tuvo amigos; y por eso, podemos afirmar de él lo que Renan destacó de Jesús en otro siglo: «On était son disciple non pas en croyant ceci ou cela, mais en s’attachant à sa personne et en l’amant».
Portocarrero era ya un septuagenario. Al griego Diógenes le dijeron un día: «Eres ya viejo, descansa ya»; y él contestaba: «Si corriera la carrera de fondo, ¿debería descansar al acercarme al final, o más bien apretar más?» Mario representaba ese mensaje: no dejó de dar todo de sí en estos últimos años, en sus últimos meses. Un mundo mejor, más solidario, más humano, tuvo la suerte de tenerlo entre sus filas. Acabósele la vida en plena batalla, con la voluntad en ristre, ahuyentando a la oscuridad y los desengaños. La noche le envió la muerte, pero jamás se habrá de recuperar del desbande sufrido a manos de ese hombre justo. Los historiadores buscarán su cuerpo en el campo, alguna obra visible de él, en la típica actitud de crear ídolos. A mí me bastará el haberlo conocido y haber escuchado su bramido eterno de libertad para los suyos, la humanidad.
*Escritor y abogado por la UNMSM