¿Quién evalúa a quienes evalúan?

Por: Joyce Meyzán Caldas*

 

Al finalizar los ciclos universitarios, muchos docentes somos observados, medidos y calificados. Se nos pide demostrar que enseñamos bien, que cumplimos con los objetivos del curso y que dejamos «satisfechos» a nuestros alumnos. Sin embargo, en medio de este proceso surge una pregunta inevitable: ¿quién evalúa el sistema que nos evalúa y bajo qué criterios se mide a quienes enseñamos?

En el Perú, la evaluación docente universitaria suele concentrarse en un instrumento específico: la encuesta aplicada a los estudiantes. Es, en la mayoría de casos, el principal —cuando no el único— termómetro para medir nuestro desempeño. Pero confiar casi exclusivamente en esta herramienta abre una serie de cuestionamientos legítimos. ¿Es correcto que los docentes seamos evaluados únicamente por los alumnos? ¿Mide realmente la calidad de la enseñanza o responde más a percepciones subjetivas y conveniencias momentáneas?

No se puede negar que la opinión del estudiante es importante. Son ellos quienes viven el proceso de enseñanza-aprendizaje semana a semana, quienes reciben las clases y enfrentan las evaluaciones. Pero convertir esa opinión en el eje central del sistema de evaluación docente es, por lo menos, problemático.

En muchos casos, la calificación del alumno no se basa en la calidad pedagógica, sino en factores emocionales o circunstanciales: si el docente «cae bien», si flexibiliza fechas, si reduce la exigencia, si es generoso con las calificaciones. Además, estas encuestas suelen aplicarse a todos los estudiantes por igual: a quienes asistieron regularmente y a quienes nunca se presentaron a clases, lo que distorsiona completamente la evaluación.

He vivido esta situación de manera directa. En una ocasión, un estudiante que nunca se presentó a mis clases —y al que jamás llegué a conocer— me calificó de forma desaprobatoria. Sin conocerme, sin haber vivido el proceso, solo por criterio suyo. En otra oportunidad, un grupo de estudiantes calificó negativamente a todos sus docentes, incluyéndome, simplemente porque no habían recibido previamente la capacitación para el llenado de encuestas que la institución requiere. Es decir, su frustración con un proceso administrativo se tradujo en una mala evaluación para quienes enseñamos.

Otro problema es que muchos estudiantes no comprenden del todo la forma en que son evaluados. No leen rúbricas, no revisan criterios y, al final del ciclo, reducen su experiencia a una nota. Esa incomprensión se traslada directamente a la evaluación docente, generando opiniones que no responden a la realidad del proceso educativo, sino a la frustración individual.

Entonces, ¿qué indicadores deberían ayudar a calificar a un docente universitario? Sin duda, no uno solo. La evaluación docente debería ser integral: considerar el diseño del curso, la coherencia entre objetivos, contenidos y evaluaciones, la claridad en la comunicación, la retroalimentación brindada, el uso de metodologías activas, el cumplimiento del sílabo y la actualización profesional. Evaluar a un docente no puede reducirse a una encuesta de satisfacción.

Otro componente clave es la evaluación por parte de coordinadores académicos o jefes de departamento. Ellos deberían analizar el desempeño desde una perspectiva pedagógica y curricular: observando clases, revisando materiales, evaluaciones y evidencias de aprendizaje. Lamentablemente, en muchos casos esta evaluación es mínima o meramente administrativa, centrada en el cumplimiento de horarios y entrega de documentos más que en la calidad de la enseñanza.

La autoevaluación docente también debería ocupar un lugar relevante. Reflexionar sobre la propia práctica, reconocer aciertos y errores, identificar oportunidades de mejora es parte del ejercicio profesional. Sin embargo, para que la autoevaluación sea efectiva, debe formar parte de una cultura institucional que valore la mejora continua y no solo la sanción o el ranking.

Cuando miramos otras realidades, observamos que en distintos países la evaluación docente universitaria es más compleja y equilibrada. Se combinan encuestas estudiantiles, evaluación entre pares, observación en aula, análisis de resultados de aprendizaje y producción académica. No se trata de buscar culpables, sino de fortalecer la enseñanza. El docente no es visto como un prestador de servicios que debe «agradar», sino como un profesional que forma, guía y exige.

El problema aparece cuando la evaluación docente se convierte en un mecanismo de complacencia. Cuando el mensaje implícito es que enseñar bien equivale a ser flexible sin criterio, a bajar el nivel o a evitar conflictos. En ese escenario, el sistema no premia la buena enseñanza, sino la comodidad. Y eso, a largo plazo, perjudica a los propios estudiantes.

Estamos a puertas de cerrar el año académico, en pleno periodo de evaluaciones finales, y este es el momento ideal para replantearnos cómo medimos la enseñanza universitaria. Evaluar a un docente no debería ser un acto punitivo ni una encuesta emocional, sino un proceso serio, reflexivo y formativo. Porque si no evaluamos bien a quienes enseñan, difícilmente podremos mejorar lo que se aprende.

La calidad de la educación superior no se construye desde la complacencia, sino desde el equilibrio entre exigencia, acompañamiento y evaluación justa. Y esa responsabilidad no recae solo en el docente, sino en todo el sistema educativo.

 

*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.

@joycemeyzan

 

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