Otra danza de zorros

Foto: Internet

Por Eiffel Ramírez Avilés*

La filosofía y Dios llegaron por mar. Esto puede iniciar tanto un prolegómeno como una pista. Acudamos –como lo hago hoy– a las pioneras hojas de los cronistas de Indias, nuestros presocráticos. Crucemos el tiempo y presenciemos a uno solo: al jesuita Bernabé Cobo; mirémosle escribiendo en el siglo XVII su frase más reveladora: los indios, nos dice, “tan pegado tienen el pensamiento a la tierra que no lo levantan dos dedos de ella”. Antes de la última danza de los zorros, los filósofos de por aquí se deben preparar para una nueva philosophia de caelo devocata.

I

Los indios tienen pegado el pensamiento a la tierra, intentó desdeñar el padre Cobo. Sin percatarse, lanzaba al mundo una naturaleza: los indígenas veían sus pies, no el cielo. La sabiduría  estaba debajo, palpable, no arriba. Con esta sencilla pero simbólica diferencia entre indios y cristianos se puede reinterpretar una historia. Veamos, pues, los pies que brincan en el baile de pumas, en un Cuzco antiquísimo; fijémonos en los pies que pasan los senderos de roca y arena, y  van dejando sus huellas peregrinas rumbo a Pachacamac, el Oráculo; avistemos esos mismos pies llegando ahora a Tumbes, humedeciéndose en la playa, con las balsas listas para partir a Oceanía, hacia lo desconocido; vislumbrémoslos también doblándose ante una huaca o en el recojo de la sementera; o a esos pies que se clavan en el suelo para no retroceder, ante el golpe de cada siglo de colonialistas, de racialistas, de senderistas…

El pensamiento se pega a la tierra; el pie se hunde en ella: raíces y venas se mezclan ahí debajo. Otra vez la filosofía ha caído del cielo. Los pies salpicados de légamo simbolizan una vieja sabiduría aborigen. ¿Sentimos lo mismo? ¡Hombre del Ande, mira tus pies y recuerda lo andado!

II

Los pies de los antiguos se unen, en el caminar, a otros recientes, frescos. Pero luego se confunden, se entrelazan y se forma un nuevo cuerpo: una serpiente. Esta es nuestra segunda condición. Podemos amar a Platón; hincarnos junto con Agustín; arengar el liberalismo; mas también estos serán pieles que cambiamos: debajo de innumerables y desgastadas capas aparece, intacta, la serpiente. Otra historia sin prejuicios se puede volver a escribir: mentiras e imposiciones, caídas y glorias, explotación y resistencia, el hombre andino alcanzó a constatar algo: renovación; una serpiente que muda de piel.

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Y la serpiente gira sobre sí; se enrosca más y más hasta quebrar tiempo y espacio, arrastrándonos en su torbellino: ¿adónde habría de detenerse si no existe ni pasado ni futuro? En el centro de su vorágine solo brillan sus ojos inclementes: y todavía girando, ella termina por sumergirse en el agua, acechante, a la espera de quien cree solo saltar en el vacío.

III

Unas extremidades que se han vuelto serpiente. Una serpiente que se arrastra por montañas y lagos, y rompe enlosadas ciudades. ¿Necesitan los ojos del filósofo otro mito para creer? ¿Requiere de un cuento de viejas para endulzar su aquiescencia? Cuanto más solo me siento –dijo Aristóteles– más amo el mito. Y fue su Alejandro el Grande quien, al borde de la India y en el lecho de muerte, lo pudo sentir mejor. Pero hoy hablamos del mito a puertas abiertas; sin nodrizas de consuelo. Hablamos de pacarinas bullendo y resonando como puquios; de la gran sierpe adorada por naturales y cuya cabeza se asoma; de pequeños zorros danzantes, casi volátiles, que buscan pagar un tributo ancestral…

*Escritor y abogado por la UNMSM / eifel.ramirez@gmail.com

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