Navidad, tradición y memoria: el viaje de Virgilio López al corazón de Huánuco en los años 30 y 40

Por: Jorge Chávez Hurtado

En su libro Mis Crónicas del Ayer, Virgilio López Calderón nos invita a un fascinante viaje al pasado, a través de sus evocadoras narraciones que capturan la esencia de un Huánuco que ya no existe, pero que perdura en la memoria colectiva de quienes lo vivieron. En su artículo Evocación de Navidad, el autor nos transporta al Huánuco de los años 30 y 40 del siglo XX, donde las celebraciones navideñas se impregnaban de una calidez y simplicidad que hoy parecen lejanas. Con su característico estilo nostálgico y detallado, López Calderón revive no solo las costumbres y tradiciones de aquellos años, sino también las profundas transformaciones sociales que marcaron la identidad de su pueblo natal. Este artículo, impactante por su contenido y su mirada íntima a una época de oro de Huánuco, se convierte en una reflexión sobre lo perdido y lo que aún debe preservarse, un homenaje a las raíces que cimentaron su ser y el de su gente.

A continuación, compartimos el texto parcial de Evocación de Navidad, una obra que, más que recordar, invita a cada lector a reflexionar sobre las navidades de ayer y encontrar, en medio de la nostalgia, los valores fundamentales que hoy parecen desvanecerse.

Las fiestas de navidad desde nuestra infancia son una etapa feliz y candorosa de la vida. Y representan en esta ciudad tan bullanguera y fiestera -pues no hay en que no escuchemos el alegre pam pam de los cohetes – el fin de un año de jolgorio y el inicio de otro, no menos promisor en alegría y entusiasmo.

Las festividades navideñas se iniciaban el 23 de diciembre, casi coincidiendo con la clausura del año escolar y el comienzo de las vacaciones. Se celebraba la Noche Buena el 24, la Pascua de Navidad, el “Día de los Inocentes” el 28 de diciembre, “Año Nuevo” y concluía dos o tres días después de la “Pascua de Reyes”, entre el 8 y 9 de enero.

Estas fiestas de corte mestizo se festejaban y se vivían inexorablemente, y en ellas participábamos todos, niños y adultos, imbuidos del más puro espíritu cristiano.

Dábamos inicio a estas celebraciones dos semanas antes al 25 de diciembre, cuando mamá desempolvaba el misterio y los juguetes del nacimiento que habían permanecido un año guardados en celosas cajas de cartón. Mientras papá preparaba las latas de conservas para sembrar el trigo y la cebada con que adornaríamos el nacimiento, dándoles un tono de verdor freso y natural.

En aquellos tiempos el “Árbol de Navidad”, “Santa Claus o Papa Noel eran personajes extraños. Así como en la cena pascual no comíamos el panetón milanés que hoy es casi imprescindible.

La Noche Buena huanuqueña empezaba entre fulgores de luces de bengala y retumbar de cohetes, a las 10 de la noche del 24, cuando engalanados con nuestros mejores vestidos íbamos, la familia en pleno, a la “Misa de Gallo”. Fueron famosas, en aquellos tiempos, las misas de San Francisco, La Catedral, San Cristobal, Santo Domingo y el Patrocinio. A las misas acudían bulliciosas pandillas de “Pastorcitos”, niñas y niños, ataviados con ropa propia de quechuanos, con polleras negras orladas de vivos colores, blusa blanca bordada primorosamente, manta blanca y elegante, trencillas finísimas en la hermosa cabellera, la boquita de vivo carmín y las mejillas de durazno sonrosado, las mujercitas. Pantalón negro y llanques, camisa blanca y manta de algodón finísimo a la cintura, hualqui con guarniciones de plata cruzado en el pecho, poncho al desgaire, chullo y negras patillas y bigotes pintados con corcho quemado, los varoncitos.

Los pastorcitos precedidos por un ángel y cuidados por un viejo Abuelo de máscara de pergamino, llevaban hasta el altar de la iglesia la delicada imagen del niño Jesús, recostado en perfumado azafate de plata y acolchado con pétalos de rosas.

Concluida la Misa de Gallo, llamada así porque desde la medianoche comienzan a clarinar los gallos, el sacerdote tomaba asiento en un sillón delante del altar, y sosteniendo al niño en el bullicio, recibía la “adoración” de los pastores, quienes, entre el bullicio del tambor y las sonajas, elevaban sus voces puras e inocentes para alabar al Niño Dios que acababa de llegar al mundo.

Luego con voz baja nos dábamos las felices pascuas entre abrazos y besos y salíamos del templo para ir a casa a tomar la cena pascual.

La cena pascual, generalmente consistía en una taza deliciosa y caliente -que casi siempre nos quemaba la punta de la lengua- de aromático chocolate, acompañado de las empanadas huanuqueñas, de gallina y de queso. Empanadas calientitas y recién salidas de los hornos famosísimos de don Bruno Trujillo y de doña María Brun. Todo esto bañado con el calor de la intimidad familiar y la alegría de las Pascuas.

Finalizada la cena que papá levantaba ceremoniosamente, los niños, muertos de sueño, íbamos a la cama, con una agradable perspectiva: El regalo del Niño.

Al despertar, lo más temprano que nos fuera posible, el Día de la Pascua, levantábamos impacientemente nuestra almohada para encontrar el regalo que nos había “puesto” el niño. Y luego salíamos de la habitación contentísimos para mostrar nuestro regalo a todo el mundo y para jugar con él, en la compañía de nuestros hermanos, amigos y vecinos en medio de la atronadora algarabía.

 

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