Las becas universitarias como oportunidades que transforman vidas

Por: Joyce Meyzán Caldas*

 

Hablar de becas universitarias en el Perú es hablar de un país que intenta reducir brechas históricas a través de la educación. Estos programas no son meros subsidios; representan una de las intervenciones públicas más potentes para democratizar el acceso a la universidad y, con ello, catalizar la movilidad social ascendente. Para miles de jóvenes, una beca es la única vía tangible para reescribir su futuro y el de sus familias. No obstante, este sistema virtuoso convive con desafíos que no pueden ser ignorados. Desde la desigualdad estructural que convierte la postulación en una carrera de obstáculos, hasta la sombra de la corrupción, pequeña pero corrosiva, que erosiona la confianza pública y distorsiona el propósito esencial de estas ayudas. Por eso, es imperativo analizar el sistema de becas sin caer en la idealización ingenua, pero reconociendo su impacto transformador en la vida de miles de jóvenes peruanos.

En el Perú, existe un ecosistema de becas amplio y especializado. El ejemplo más visible es Beca 18, con sus diversas modalidades (Ordinaria, FF.AA., Educación Intercultural Bilingüe, Albergues, VRAEM, entre otras), diseñada para estudiantes de alto rendimiento y escasos recursos. A este se suman programas cruciales como Beca Permanencia para sostener a los estudiantes en universidades públicas, Beca Inclusión para personas con discapacidad, la Beca Presidente de la República para posgrados en el extranjero, además de becas regionales, programas privados financiados por empresas y convenios institucionales con descuentos o coberturas totales. Cada una de estas becas responde a una problemática específica: la pobreza extrema, la excelencia académica, la exclusión histórica, la vulnerabilidad generada por la violencia, o la necesidad estratégica de fomentar ciertas carreras. Este entramado no es homogéneo; es una red compleja diseñada para atender las realidades multidimensionales de los estudiantes peruanos.

Las modalidades de acceso reflejan esta diversidad. Algunas priorizan el rendimiento académico medido por notas; otras, buscan reconocer la trayectoria de vida y el esfuerzo sostenido. Mientras unas exigen una constancia escolar impecable, otras valoran el mérito de jóvenes que, pese a estudiar en contextos adversos, logran sobresalir. Para postulantes de zonas rurales o comunidades indígenas, el proceso de postulación es en sí mismo un primer filtro: implica navegar plataformas digitales, lidiar con formularios complejos y obtener documentos que su escuela o municipio no siempre pueden proveer con la celeridad necesaria. Esto nos recuerda que una beca no empieza con la adjudicación, sino mucho antes, en la desigual capacidad para competir en igualdad de condiciones.

Los beneficios de las becas más completas van mucho más allá del pago de la pensión y la matrícula. Cubren alimentación, movilidad local, útiles, seguro médico, materiales de laboratorio y, crucialmente, alojamiento cuando el becario debe trasladarse de región. Esta cobertura integral no solo alivia la carga financiera de las familias, sino que desmonta barreras que son tan importantes como el dinero: el miedo a no poder sostenerse en una nueva ciudad, la inseguridad frente a un entorno académico desconocido, o la sensación constante de «no pertenecer» que experimentan los primeros de su familia en ir a la universidad. Una beca, en este sentido, no es solo un financiamiento; es un acompañamiento emocional, geográfico y social que resulta vital para garantizar la permanencia y el éxito. El impacto a largo plazo es incalculable: para muchos jóvenes, la universidad es la llave para convertirse en el primer profesional de su familia, rompiendo ciclos de pobreza generacional y accediendo a empleos formales. Además, las becas contribuyen al desarrollo regional: un becario que regresa a su localidad como ingeniero, docente o enfermera genera un efecto multiplicador en su comunidad que el país a menudo subestima. Cada beneficiario es, en esencia, una inversión a largo plazo para toda la sociedad.

No obstante, la otra cara de la moneda no puede ser minimizada. El fenómeno más preocupante ha sido la desnaturalización de Beca 18. A pesar de su diseño para jóvenes en situación de vulnerabilidad, se han detectado casos de estudiantes que falsificaron documentos para acreditar domicilios o ingresos familiares ficticios, buscando simular una condición económica que no les correspondía. Este tipo de fraude es grave: cada vacante perdida es una oportunidad única frustrada para un estudiante legítimo. Estas irregularidades no solo implican un costo económico, sino que generan desconfianza y estigmatización hacia quienes sí cumplen con todos los requisitos.

Los problemas también señalan limitaciones institucionales. El Estado debe mejorar drásticamente sus sistemas de verificación, cruzando información con entidades económicas, reforzando las auditorías territoriales y creando mecanismos de denuncia accesibles y seguros. Pero, al mismo tiempo, debe fortalecer el acompañamiento académico y socioemocional. Muchos becarios enfrentan un profundo choque cultural, dificultades con cursos básicos deficientemente impartidos en su educación escolar, o presiones familiares para trabajar. Una beca debe no solo dar «acceso», sino garantizar la permanencia real y un egreso exitoso. Finalmente, debemos reconocer que el sistema de becas opera dentro de un país profundamente desigual. Un estudiante de una escuela rural, incluso con una beca completa, llega a la universidad arrastrando las brechas educativas acumuladas durante más de una década. A menudo debe aprender desde cero herramientas digitales, métodos de estudio o incluso códigos lingüísticos y sociales ajenos a su entorno. Por ello, hablar de becas es también hablar de la deuda pendiente en la educación básica: sin una formación mínima de calidad y equitativa, la beca se convierte en un salvavidas que, aunque vital, llega peligrosamente tarde.

A pesar de estos desafíos, renunciar al sistema de becas sería perder uno de los pocos mecanismos que hoy democratizan de manera efectiva la educación superior en el Perú. Lo crucial no es recortar los programas, sino protegerlos y blindarlos. Asegurar que sigan siendo un puente irrestricto hacia la equidad, no un botín para aquellos que buscan aprovecharse del sistema. La honestidad debe empezar en la postulación de cada joven, pero la responsabilidad es compartida: del Estado, que debe optimizar sus controles; de las universidades, que deben crear entornos verdaderamente inclusivos; y de la sociedad, que debe dejar de normalizar pequeñas prácticas fraudulentas que destruyen grandes oportunidades.

 

*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.

@joycemeyzn

 

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