La victoria del virus

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Por Eiffel Ramírez Avilés*

 

La definición que da la moderna Encyclopaedia Britannica sobre un virus es la siguiente: «Es un agente infeccioso de pequeño tamaño y simple composición, y que se puede multiplicar solo en células vivas de animales, plantas o bacterias». No es un organismo vivo como estos tres últimos, pero busca parasitar en ellos, a fin de sintetizar proteínas dentro de las células invadidas y generar así nuevos virus. No deja de asombrar su capacidad para infectar: cómo penetra en la célula e inserta en ella su ácido nucleico; y maravilla más, por ejemplo, contemplar la imagen de un virus como el bacteriófago T4, una especie de máquina o cápsula lunar, que “aterriza” en una bacteria y la inyecta su ADN, con el objeto de secuestrar su sistema de producción molecular y, como dijimos, replicarse. En muchos casos, el coste para los anfitriones del virus es la muerte, aunque no se ha dejado de resaltar también que estos seres han tenido algo positivo para la vida y la evolución.

Como fuese, el virus que principió en China es altamente fatal. Ello se debe a que no se trata solo de un virus, sino de sus efectos y sus alcances. Que invade a la célula y la destruye, no es el asunto; el problema es que consigue calamidades sociales, pérdidas económicas, separación familiar, miedo e incertidumbre. Al entrar el virus en la dimensión de lo humano, una explicación biológica y química no basta. Queremos saber su esencia y su finalidad para nuestra existencia.

Pero justamente, hasta ahora, hemos fracasado en la comprensión de éstas. La primera idea que surgió fue que la naturaleza se está regenerando; que, ante la explotación del hombre, ella ha soltado una advertencia implacable –el virus– y mostrado qué puede hacer si seguimos contaminando el planeta. A eso, como de rebote, se agregó el pensamiento antropocéntrico de que el hombre debe esforzarse más en dominar a la naturaleza, a fin de que esta no nos sorprenda con sus ases mortales; debemos, pues, arreciar con nuestra medicina, ciencia y tecnología, y demostrar de que la victoria, al final, estará de nuestro lado (la vacuna es, por ello, el trofeo más preciado ahora). Sin embargo, estas opiniones han caído por el poco sustento o el mucho optimismo. No sabemos en realidad qué es la naturaleza (¿es un agente más, es una divinidad, es un recurso, es pura potencia?); y mucho menos sabemos su “intencionalidad”, si es que hay alguna. Asimismo –y al igual que los cristianos que se escandalizarían con el supuesto de que la pandemia es un azote de dios–, nos quedaríamos perplejos con la opción de una “madre naturaleza” causante del sufrimiento y la muerte de sus propios hijos. Por último, el argumento antropocéntrico es más sólido y de larga data; pero siempre tiene la debilidad del optimismo: es el Ícaro que se acercó mucho al sol con sus alas de cera; no ignoramos qué pasó.

En otro afán de entender ya no la causa en sí, sino los efectos del virus, se ha apelado a la culpabilidad de ciertas personas: los políticos y los funcionarios, por ejemplo. En esta percepción, si hubiéramos tenido una mejor administración estatal, si hubiera habido menos corrupción, si hubiera habido mayor transparencia en los gastos públicos, se habría mitigado el golpe de la plaga. El virus entonces, por decirlo así, se habría topado con un hospital moderno y bien equipado cada doscientos metros. Empero, creo que este tipo de respuesta es una consecuencia más de la paranoia social que, de un tiempo a esta parte, se ha ido sembrando en este país. Cuando me falta una moneda en el bolsillo, es porque aquel servidor de tal región y de tal cargo debió haberla sustraído. Sí, el tópico de la corrupción se ha vuelto una paranoia social; ha alejado a las personas entre sí (“la culpa siempre es del otro”); y ha conseguido renovar esa nefasta historia de la cacería de brujas. No es momento de elucubrar quiénes son los responsables de esa paranoia; lo que nos basta es ver que, ante el embate del virus, no hemos hecho más que tirar piedras y erigir crucifixiones, y eso ha sido otro error al intentar comprenderlo y, por supuesto, combatirlo.

¿Entonces por qué existe el virus? Sabemos que éste está a la zaga de la vida, y por ende, “donde haya vida, habrá virus”. Ahora bien, según el etólogo Richard Dawkins (Evolución, Espasa, 2015, p. 204), los virus, como los seres vivos, también se autoensamblan, se construyen a sí mismos, siguiendo “las leyes de la atracción química” o unas “reglas locales”; en conclusión, ellos aparecieron, al igual que la vida, a punta de ensayo, error y autoconstrucción. Esta es una explicación mecanicista y científica, y como dijimos, ello no nos satisface cuando está involucrada la dimensión humana. Asimismo, nos deja más confundidos el hecho de que el virus muta y busca mejorar su nivel de contagio, como si dentro de sí tuviese una “intencionalidad”, un “fin”, y no un mero acoplamiento atomista. Sin embargo, por otro lado, una explicación religiosa, distinta a la atea del señor Dawkins, también se encuentra en jaque, como lo deslicé antes: sería abominable aceptar públicamente que la pandemia se trata de un castigo divino. La religión, y ello ya es bastante, puede ejercer por ahora solo un consuelo privado.

¿Únicamente hay desconcierto en este tema? ¿El virus, aun sin consciencia, se ha llevado la victoria? No debe haber nada de malo en reconocer nuestro fracaso. Si el virus fue un asalto no solo físico, sino psicológico, espiritual y trascendente, tenemos que ponernos a pensar, justamente por ese motivo, qué preconceptos, qué prejuicios, qué dogmas no nos han ayudado a soportar la tragedia. Podríamos empezar a tentar nuevas concepciones sobre la vida humana y cuál es su carácter primordial.

*Escritor y abogado por la UNMSM

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