La universidad como reparación para las víctimas del terrorismo

Por: Joyce Meyzán Caldas*

 

Durante los años más oscuros del conflicto armado interno en el Perú (1980-2000), más de 69 mil personas fueron asesinadas o desaparecidas, según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). La mayoría eran quechuahablantes, de zonas rurales empobrecidas y con escasa representación política. Las consecuencias de esa violencia —tanto del terrorismo como de la represión estatal— no terminaron con el silencio de las armas: persisten hoy en forma de desigualdades estructurales, estigmas sociales y olvido institucional.

Sin embargo, algunas políticas han buscado revertir esa exclusión histórica. Una de las más significativas, aunque poco visibilizada, es el acceso a la educación superior mediante la modalidad de ingreso para víctimas del terrorismo. Lejos de ser un privilegio, esta vía representa un acto de justicia y una herramienta para reconstruir vidas truncadas. Es también un ejemplo de cómo la universidad puede ser parte activa de una política pública reparadora.

La Ley N.º 28592, que crea el Plan Integral de Reparaciones (PIR), reconoce como prioridad el acceso a la educación universitaria y técnica para quienes figuran en el Registro Único de Víctimas (RUV), administrado por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Este registro incluye a víctimas directas, así como a familiares (padres, hijos, cónyuges, convivientes e incluso nietos en ciertos casos) y busca restituir derechos fundamentales vulnerados por la violencia política.

Gracias a esta ley, universidades públicas como la UNMSM, UNSA, UNH, UNHEVAL y la UNAS, entre muchas otras, destinan vacantes especiales en sus procesos de admisión para personas registradas en el RUV. Esta medida no es simbólica: ha permitido que jóvenes provenientes de zonas golpeadas por el conflicto —como Ayacucho, Huánuco, Junín o Apurímac— accedan a carreras profesionales en condiciones más equitativas.

En la región Huánuco, por ejemplo, según datos registrados hasta junio de 2025, más de 160 jóvenes ingresaron a universidades públicas mediante esta modalidad, muchos de ellos con becas integrales que cubren matrícula, pensión, materiales y apoyo económico. La región también registra anualmente más de 3 000 inscripciones activas al RUV, lo que evidencia la magnitud del impacto del conflicto.

En universidades como la UNHEVAL y la UNAS, las personas que desean postular por esta modalidad deben presentar un certificado oficial del RUV, emitido por el Consejo de Reparaciones, que acredite su condición como víctima o familiar directo. Este documento permite inscribirse al proceso de admisión especial, el cual incluye vacantes diferenciadas y, en algunos casos, exoneración de puntaje mínimo o evaluación específica en áreas básicas. Cada universidad pública su cronograma anual, y la Oficina de Admisión brinda orientación personalizada sobre los pasos a seguir.

Aunque esta modalidad abre una puerta, no siempre garantiza el camino. Muchos de estos estudiantes provienen de contextos de pobreza extrema, con serias brechas en su formación escolar y secuelas emocionales no tratadas. La falta de tutoría académica, apoyo psicológico, programas de nivelación o becas de continuidad pone en riesgo su permanencia. Como advierte el colectivo Por la Memoria Universitaria, “la universidad abre la puerta, pero no acompaña el proceso”, lo que puede traducirse en abandono o frustración.

En ese sentido, la reparación debe entenderse de forma integral. Al igual que Beca 18 beneficia a jóvenes en situación de vulnerabilidad, se necesita una política específica para los estudiantes víctimas del conflicto armado, con enfoque intercultural, territorial y psicosocial. El objetivo no es solo que ingresen, sino que culminen sus estudios y puedan insertarse dignamente en el mercado laboral.

Este tipo de mecanismos no es exclusivo del Perú. En Colombia, por ejemplo, las víctimas del conflicto armado inscritas en el Registro Único de Víctimas tienen acceso a cupos universitarios especiales y beneficios económicos a través del programa Ser Pilo Paga y convenios con universidades públicas. En Sudáfrica, tras el apartheid, se implementaron políticas afirmativas similares para poblaciones históricamente excluidas, incluyendo ingreso preferente a universidades. Estos casos muestran que el acceso a la educación como forma de reparación no es una excepción, sino parte de una política global de justicia transicional.

En carreras como Derecho, Enfermería, Educación o Trabajo Social, entre otras, los jóvenes que ingresan mediante esta modalidad no solo mejoran su condición de vida. También transforman sus entornos: impulsan proyectos en sus comunidades, asumen liderazgos locales y recuperan saberes culturales que el conflicto quiso desaparecer. La universidad se convierte en un espacio donde no solo se forma conocimiento, sino también identidad, memoria y compromiso social.

Comprender por qué existe esta modalidad requiere mirar con seriedad la historia reciente. Entre 1980 y 2000, miles de familias peruanas sufrieron asesinatos, desapariciones forzadas, desplazamientos y estigmatización, muchas veces sin justicia ni reparación efectiva. Reconocer esa historia no es mirar atrás con lástima, sino mirar adelante con compromiso. La universidad, como institución pública, tiene el deber de ser parte de esa reparación.

La educación superior no borra el dolor, pero puede resignificarlo. Cuando una persona que vivió las consecuencias del conflicto accede a una carrera profesional, también lo hacen sus hermanos, sus hijos, sus vecinos. Se rompe el silencio, se recupera la dignidad y se activa una cadena de oportunidades. Apostar por la educación de las víctimas del terrorismo no es caridad: es una deuda histórica que aún estamos saldando.

Porque educar también es un acto de memoria.

Y en el Perú, recordar es resistir.

 

*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.

@joycemeyzn

 

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