La noche sagrada de la Guardada: el Señor de Burgos entró a la Catedral, y su pueblo lloró en silencio

Por: Jorge Chávez Hurtado

Huánuco no dormía. La Plaza de Armas, vestida de luces y plegarias, parecía contener la respiración del tiempo. Era la noche de la Guardada del Señor de Burgos, y las campanas habían dejado de sonar porque el silencio, a esa hora, era también una forma de oración.

Mi colega y hermano de la Sexta Cuadrilla, Kenyi Crespo Barrionuevo, me llamó a eso de las nueve y veinte de la noche.
—Jorge, tómate tu tiempo, una hora más —dijo—, la procesión viene lejos.

Así lo hice. Desde mi casa, recé en silencio y luego caminé hasta la Plaza de Armas. El aire tenía aroma de ponche y de madrugada, mezclado con incienso que venía desde la Catedral. Las familias paseaban, los niños corrían con luces de colores, las parejas tomaban ponche caliente. Los hermanos de la Sexta Cuadrilla conversaban, recordaban guardadas pasadas, evocaban los nombres de quienes ya no están. Yo sentía que algo profundo se movía dentro de mí, una emoción serena y antigua, como si la ciudad entera se preparara para un reencuentro con su alma.

Faltaban horas para que llegara el anda milagrosa. Desde el escenario, frente a la imponente Catedral, esperaba mi turno para conducir el programa, para acompañar con palabras una ceremonia que no es solo una tradición: es el corazón mismo de la fe huanuqueña.

La Sexta Cuadrilla nació en 1983, bajo la guía de un hombre de fe inmensa, Absalón Chacón Rojas. Desde entonces, sus integrantes han sido custodios de una herencia sagrada: cargar sobre los hombros el peso y la gloria del Cristo de Burgos.
En esas filas hubo hombres que ya partieron y que esa noche estaban presentes en espíritu: Luis Torres Sánchez, José Luis Viena Bermúdez, Martín Portilla Mustto, Martín Portilla Jáuregui, Juan Manzano Berrospi, Aldo Estrada Villanueva, William Rojas Huamán, y el propio Absalón, que desde el cielo, como todos los años, volvió a alzar el anda junto a sus hermanos.

A medida que pasaban las horas, el cansancio vencía a muchos. Los tres jóvenes del Coro Ruicino que me acompañaban se despidieron a las dos y media de la madrugada. Me quedé solo, con mi libreta de notas y mi voz interior, rodeado de un silencio espeso que solo interrumpían los pasos de los fieles. Pensé entonces en mi abuelita Cirila, aquella mujer que me enseñó a rezar de rodillas y a mirar el cielo sin miedo. Ella me llevaba de niño a la Catedral, Cristo Rey, Patrocinio y a San Francisco, en las madrugadas heladas, con la fe ardiendo entre los dedos. Yo no soy un hombre de misa diaria, pero cada oración que pronuncio lleva su voz, su ejemplo, su ternura. Esa noche, lo supe con certeza: ella estaba conmigo, entre la multitud invisible de los que rezan desde el cielo.

A las tres y media, una exhalación recorrió la Plaza. Por la esquina de los jirones Dámaso Beraún y 28 de Julio apareció la cruz. Primero el brillo lejano de las luces, luego el resplandor del dorado, y finalmente, el rostro del Cristo de Burgos, aquel que desde 1591 habita entre nosotros, desde que el padre agustino Fray Antonio de Montearroyo la mandó traer desde España y Martín de Goyzueta la trasladó desde Lima hasta esta tierra bendita. Cuatro siglos de fe caminaban en esa cruz sagrada.

Tomé el micrófono.
El aire estaba hecho de lágrimas contenidas.
El anda se acercaba, sostenida sobre los hombros de los cargadores de la Sexta Cuadrilla. Los vi avanzar con paso firme, como si cada uno cargara también las penas de su familia, los sueños de sus hijos, las promesas de su pueblo.
Y entonces, mientras el coro entonaba la Salve Reina y la banda de música llenaba de bronce la madrugada, pronuncié las palabras que nacieron del alma:
¡Hermanos, levanten las manos para recibir la bendición del Señor de Burgos!

Cientos de brazos se alzaron al cielo.
Vi ancianos emocionados. Vi madres abrazar a sus hijos. Vi a los cargadores temblar con el peso sagrado del anda.
En ese instante, el Cristo giró su mirada hacia nosotros, y Huánuco entero sintió que esa mirada los abrazaba a todos: al enfermo que rezaba en casa, al joven que dudaba, al incrédulo que, sin saberlo, también lloraba.

Eran las 3:45 de la madrugada cuando la imagen se detuvo frente a la Catedral.
El anda giró lentamente. Las flores cayeron como lluvia.
El Cristo entró en su casa, mientras el coro seguía cantando y las lágrimas seguían cayendo.
Yo sentí que mis palabras ya no eran mías.
Que hablaba el niño que fui, el nieto que rezaba con su abuela, el periodista que volvió a creer en los milagros.

Cuando todo terminó, el cansancio me venció, pero no el alma.
Caminé de regreso a casa con la serenidad de quien ha tocado el misterio.
Había aprendido, una vez más, que la fe no necesita pruebas: solo necesita gratitud.
Y que en el silencio de la madrugada, cuando el Cristo de Burgos vuelve a su morada, el cielo se conmueve con nosotros.

Porque mientras haya un huanuqueño que levante las manos al paso del Señor,
mientras una voz diga “¡Viva el Señor de Burgos!”,
mientras un corazón tiemble al verlo entrar a la Catedral,
Huánuco seguirá siendo tierra de fe viva,
y el Señor de Burgos seguirá caminando con nosotros,
como aquella madrugada en que el alma entera de un pueblo lloró de amor, de gratitud y de esperanza.

Leer Anterior

Fiscal pide detención preliminar para conductor de volquete por el caso mineros ilegales

Leer Siguiente

Hallazgo de fósiles marinos en Llata revelan el pasado oceánico de los Andes