Por: Jorge Chávez Hurtado
A veces, Huánuco se detiene un instante para escuchar a sus hijos.
Y esa tarde —cuando el reloj marcó las 4:50 p. m. en el Museo Regional Leoncio Prado Gutiérrez, que generosamente abrió sus puertas para este encuentro— la ciudad pareció guardar silencio para que una historia de diez años pudiera contarse sin palabras, solo con respiraciones, miradas, voces y memorias.
El sonido impecable del maestro Luis Abarca Gonzáles, de Sonidos Abarca, abrió el concierto con ese profesionalismo que abraza cada nota y permite que la música brille con toda su pureza.
El Coro Ruicino —ese milagro nacido en las aulas de la I.E. Julio Armando Ruiz Vásquez— cumplía una década.
Diez años… que no son nada en un calendario, pero que lo son todo en el corazón de quienes han visto crecer a estos niños que llegaron tímidos, casi sin saber que dentro de ellos vivía una voz.
Cuando subí a dar la apertura, mientras hablaba de sus orígenes, de sus primeras presentaciones, de las grabaciones hechas en los estudios profesionales Pillko Music del maestro Joselo Vara Palma y en Producciones Ayala del maestro Nelson Ayala Chota, de los videoclips grabados gracias al profesionalismo del maestro Kenny Paredes de Skuesny Producciones en Ambo, Huánuco, Pachabamba, Panao y Tingo María, sentí que mi propia voz temblaba.
No era nostalgia.
Era gratitud.
Y cuando anuncié que al día siguiente grabaríamos Cuando salí de mi tierra —nuestro homenaje al mes de la canción huanuqueña y a estos diez años de historia— sentí un peso dulce en el pecho: esos niños estaban honrando a Huánuco con una canción que es casi un himno secreto para quienes alguna vez se fueron y no pudieron olvidar.
Entonces subió al escenario el maestro José Luís Chávez Valverde, director del colegio parroquial Pillkomarka.
Traía en las manos un diploma, pero en los ojos traía algo más: ese brillo que solo se ve en quienes reconocen el esfuerzo ajeno porque saben cuánto duele, cuánto cuesta, cuánto se sueña para llegar a ese momento.
Y aunque el padre Oswaldo Rodríguez Martínez —promotor y fundador de esa casa educativa— no estaba físicamente en el auditorio, su presencia espiritual acompañaba la tarde como un eco profundo, como una sombra luminosa que recordaba que desde su visión también han nacido voces, talentos y esperanzas.
Y entonces, sin que nadie lo esperara, una niña de ocho años —María Fernanda Evaristo Osorio— caminó al centro del escenario como se camina hacia la luz: sin miedo.
Cantó A la vida le he pedido, y por un instante hubo rostros que parecían regresar al pasado, como si esa niña hubiese abierto una ventana vieja donde todavía vive Andrés Fernández Garrido.
Cantó una segunda canción.
Y algunos ojos se humedecieron por primera vez.
Luego el dueto Zambos Superiority Ruicino puso al auditorio en pie; pero fue cuando el Coro Ruicino salió al escenario que el aire cambió.
Había algo en esos niños.
No sé si era el brillo de sus ojos.
O la manera en que sostenían la carpeta con ambas manos.
O el gesto serio que solo tienen los que saben que lo que van a hacer importa.
Pero cuando cantaron —cuando realmente cantaron— el museo entero se volvió un templo.
El Elenco de Danzas de la UDH, fundado y dirigido por el maestro Osmider Herrera Doria, entró como un río de colores.
Parecían traer, en sus pasos, la memoria de todos los pueblos de Huánuco.
Y al terminar, el Coro Ruicino volvió para un segundo bloque.
Y entonces ocurrió eso que no se puede describir, pero que se siente:
la música dejó de ser música y se volvió hogar.
Rebeca Fernández Palacios cantó como quien abraza.
Y muchos, sin decirlo, agradecieron su presencia como se agradece a un ser querido que llega justo cuando uno lo necesita.
Luego subió al escenario la profesora Betty Panduro de Villafuerte, Decana del Colegio de Profesores de Huánuco.
Traía un diploma, sí.
Pero lo que hizo después nadie lo esperaba:
bautizó el uniforme nuevo del coro y entregó a cada integrante un dije, un hermoso collar que, para muchos, será el primer símbolo de una vida dedicada al arte.
Hubo lágrimas allí, aunque casi nadie quiso mostrarlas.
El coro ofreció su tercer ramillete de canciones.
Ya no eran voces: eran promesas.
La profesora Nancy Consuelo Espinoza Lozano, subdirectora de la I.E. Micaela Bastidas de Churubamba, saludó al coro con una emoción contenida.
La directora de Cultura, Dra. Esperanza Rosales Alcántara, entregó un diploma cargado de significado, acompañado de palabras que abrazaban, alentaban y reconocían el esfuerzo de todo un camino.
Hevert Laos Visag, periodista y director de Amarilis Indiana Editores, entregó libros a los integrantes del Coro Ruicino como quien confía un legado: los puso en sus manos con la certeza de que esas páginas —algún día— germinarán en pensamiento, en arte y en memoria.
El Coro Vicentino, que también regaló al público hermosas canciones, recibió sus libros con la misma gratitud con la que se recibe un gesto fraterno.
La escritora Gladis Alcántara Rojas dejó palabras que no solo se escuchan: se quedan, se afirman, y acompañan.
Y entonces…
Entonces ocurrió el momento más silencioso y más fuerte de la noche.
Subió al escenario Christhyna Tolentino Chacón, exintegrante emblemática y fundadora del coro, una joven que un día estuvo ahí parada, en el mismo lugar donde hoy cantan otras niñas, otros jóvenes, otras esperanzas.
Cantó.
Y cuando terminó, había lágrimas discretas, lágrimas que no se barren, lágrimas que se guardan porque saben a historia.
Luego subieron también Yumely Irribarren, Sunmy Balvín, Brayan Riofano, Franz García y Franz Hilario, exintegrantes del coro, parte de aquella brillante generación que marcó los primeros caminos.
Y en ese instante, cuando todos —los de ayer y los de hoy— se unieron para cantar y para la foto final, comprendí algo que no había entendido antes:
El Coro Ruicino no es un coro.
Es una familia que no se rompe.
Es un puente que no se cae.
Es un sueño que no envejece.






