La Marcha

(Del libro: «Además del fuego»)

Por Mario A. Malpartida Besada

No importó que una bala, acaso con su nombre completo y hasta apela­tivo inscritos en ella, desde la men­te del francotirador, estuviera surcando el es­pacio buscando afanosa su destino. Llevaba en su corazón impuesta su propia consigna y una sola detonación entre tantas poblando los aires, confundiéndose con el sordo rumor esparcido en el ambiente, no podría detener ni siquiera en un punto el hilo de sus pensa­mientos, menos aún con cálculos inoficiosos sobre su persona, para interponerse entre él y su cometido, situado un tanto distante to­davía, allá, detrás de la gruesa columna de hombres furiosos y tenazmente opuestos por mandato supremo a franquearles el paso. Así se lo hizo saber la ronca advertencia de las ráfagas violentas inquietando el aire aún calmo de la mañana.

Llegar, entonces, no sería nada fácil porque, además, el grupo de hombres y mujeres que comandaba no deseaba la violencia y su presencia forzada en las calles era justamen­te una búsqueda bulliciosa pero pacífica fren­te a una situación que había agredido el co­razón del pueblo. Sus únicas armas de pro­testa eran su caminar a campo abierto al rit­mo de una arenga y el coro respondiendo desde atrás. Solo querían levantar la voz para ser escuchados. Esa escena pintada en su mente fue desplazada fugazmente por otra ubicada en otros tiempos y en otros lugares, y en aquellos tiempos y lugares la lucha sí se traducía a un puño alzado unido a una voz y su proclama, y la gente comenzando a gritar y a roncar y a chocar piedra contra piedra y a ondear sus banderolas y a pisar duro con su trote firme sobre el piso. Pero borrada al momento por la exaltación del gentío, nue­vamente Humberto Mogollón estaba mar­chando adelante y sin la furia descontrolada de esos tiempos borrosos, de profesión frus­trada, que había rememorado hacía poquísi­mos instantes, aunque siempre sintiendo el mismo fuego ardiente empujándolo a ser más que todas sus fuerzas en pos de un objetivo. Mientras todo ello ocurría en sus pensamien­tos, desdeñaba una detonación entre tantas.

Sin embargo, la mañana empezaba a to­mar inevitablemente el color amarillo del sol ardiente y aquel sonoro disparo arras­traba también un solo zumbido trazando precipitadamente una línea invisible en el espacio, intentando detener por su cuenta aquella marcha, porque sencillamente en estos tiempos de ira una oleada de gente malvestida inundando las calles, no podía dejar de ser una marcha agresiva, según la idea que rumiaba esa gruesa columna de hombres furiosos.

Y el hombre que apretó el gatillo en la serenidad increíble de unos pocos segundos, apostado detrás de tantos tiros perdidos, pa­recía absorto contemplando, único y mudo testigo, aquel hilillo en el aire que ya su mente había previsto desde su pulso firme hasta el blanco ordenado. Porque también este hom­bre escondía su propia consigna, aunque en él la consigna era orden nacida de otros corazones, probablemente endurecidos, sabía quién por qué razones. Divisó a lo lejos cómo el gentío colmaba la calle y buscó entre la gente un pantalón de lino y una camisa a cuadros remangada hasta los codos y con los colores claramente indicados en el último re­porte. Ahí lo vio venir, en un extremo de la banderola. Tensó su corazón por un segun­do, achinó uno de sus ojos, jaló delicada­mente el percutor hasta que encontrara una leve resistencia y, antes de soltar la primera lágrima, tiró fuerte del gatillo. Después, ven­ciendo su vista nublada, asombrado por la precisión de su pulso en aquel fatídico tris, contempló para él solo el fugaz trazo de una huella grisácea en el espacio.

Tampoco debió importar mucho que fueran apenas las primeras horas de un día domingo, las campanas tañendo a solo dos cuadras, ni que en la noche anterior Elviri­ta Mogollón se hubiera pasado sin pegar los ojazos de su linda cara, dándole las úl­timas puntadas a la tremenda pancarta con las palabras silenciosas y esperanzadoras de un mensaje de amor y justo reclamo fi­namente estampadas en su seda. Hacia las primeras luces del alba al fin habría cedi­do y entregado todas sus ilusiones de tran­quilidad a algún resquicio de ensueños. Así la encontró su hermano, envuelta en la tela y dormitando su cansancio. La despertó suavemente y en las miradas que se cruza­ron entre el sueño y la vigilia, ambos comprendieron que la hora había llegado. Entre los dos extendieron la tela y leyeron silenciosamente, con la solemnidad del asombro retenida en sus rostros.

Ya en la calle la volvieron a extender cuan larga era con la ayuda entusiasta del grupo aún pequeño que los esperaba. To­dos leyeron también en silencio y, segura­mente también, todos, inclusive los niños que no marcharon, pensaron, qué hermosa la enseña, o algo así, y se emplazaron para la marcha disputándose algún lugar cerca a la banderola y reservando un extremo para el hombre que conduciría a la gente. Algu­nos ya entonaban bajito cantos al viento y a los pájaros, a manera de ensayo, unien­do a la demanda una voz de esperanza com­partida por toda la comarca.

«Se la debes entregar en sus propias ma­nos», habló Elvira, y su hermano sostuvo más fuerte la seda y prometió que sea como fuere llegaría hasta donde se encontrara Paco Reyna, dirigente del sector Cero y el único orador que hablaría en nombre de un pueblo que ya no quería seguir soportando las noticias coti­dianas referidas a muertes sin razón, envuel­tas en el mayor misterio. Por eso fue que Hum­berto Mogollón también se había animado a revivir en él su antigua pasión por la justicia, y porque era necesaria su reconocida aptitud para luchar por los derechos y la tranquilidad de su pueblo, como en sus tiempos de líder universitario, encendiendo el fuego de la pro­testa, que ya le había acarreado el serio in­conveniente de tener su nombre registrado en alguna historia inventada especialmente para el desprestigio, con el estigma de ser conside­rado revoltoso e instigador.

De pronto esas voces ensayando ya no eran de proclama sino aquel himno de Tú Reinarás, al término del ritual católico. Lue­go, el cántico evangélico resurgiendo de lo desconocido y, finalmente, miles de platilli­tos krishna en el centro de una plaza. Y en medio de tales plegarias, su figura caminan­do cabizbajo y con los brazos cruzados, o contemplando un riguroso púlpito vacío, o con la cabeza rapada y casi flotando entre sus amigos. No pudo constatar si era niño, joven o adulto. Y ahí nomás, en una amalga­ma de escenarios y personajes de tiempos diversos, el viejo sonriéndole, buenísimo como era, de cuerpo entero y limpio de mal­trato, como si no se hubiera marchado in­tempestivamente para siempre en aquel en­tierro de tercera clase, que seguidamente tam­bién pasó fugaz en el inventario desordena­do que estaba registrando los caprichos de su memoria.

Todo eso y quizá más debió ver en el indefinible instante luego de la detonación. Tal vez sí no tuvo tiempo suficiente para in­cluir en su rapidísimo recuento el último sonido de una voz desesperada pidiendo que ya nadie intente llegar hasta Paco Rey­na a entregarle la pancarta, porque el único orador programado para la ocasión, también estaba atravesando el mismo trance. O tal vez sí lo oyó y ese fue el momento en que pretendió levantar su brazo recordando un viejo poema, según el cual la fuerza solida­ria de voces de otros seres devolvía a la vida a un hombre postrado y, en un esfuerzo su­premo, levantó su brazo y lanzó una sorda proclama, sin importarle que una bala con su nombre completo estuviera horadándole el pecho.

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04.09.2023

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