Huánuco y las almas del cementerio (II)

Por: Fortunato Rodríguez y Masgo*

 

“Yo no he muerto, solo descanso, moriré el día que me olvides”; así reza la escritura de una añeja lapida que cubre el nicho de un finado enterrado en 1890 en el cementerio general de Huánuco “Augusto Figueroa Villamil” construido en 1847; realmente es cierto y, con mucha tristeza camino entre los 125 pabellones que agrupa a más de 60 mil extintos; entre ellas, veo lapidas totalmente polvorientas hasta con el nombre despintado, muertos olvidados, comprensible de hace 100 años, pero de diez años últimos de antigüedad es imperdonable, esto muestra la indiferencia y el olvido de su familia.

 

Domingo de visita

Ya se esfumó el valor que nos inculcaron nuestros padres, de visitar cada domingo después del desayuno a nuestras “almitas” llevando flores desde nuestras casas, era tradicional ver familias integras caminar cuadras de cuadras hasta el cementerio, donde se daba inicio a un sagrado rito de devoción, los menores buscaban agua para el florero, los mayores con una pequeña escobita y trapo limpiaban la lápida, mientras las hermanas delicadamente recortaban las flores, simultáneamente el papá o la mamá miraba a su difunto, una que otras veces algunas lagrimas brotan entre su rostro; al final, todos reunidos rezamos para el descanso eterno de nuestro fallecido, ya para salir no faltaba el responso a cargo de una persona mayor, quien caminaba por el campo santo con un cuarto de “agua bendita” en el bolsillo del pantalón, llevando consigo un cancionero totalmente despintado y maltratado por uso, cuya caratula de color negro mostraba una cruz y una calavera, quien cantaba en latín, nadie comprendía, solo se percibía melancolía y tristeza, como marco  de terminación ya todos lloraban alrededor del nicho, recordando a nuestra almita quien vive ahora allá arriba donde vive taita Dios, quien es nuestro ángel que intercede ante nuestro Padre Celestial para una bendición o petición.

Luego, de regreso a casa, por el camino se compraba “chupetes” o “marcianos” de 10 céntimos, o algo especial “lucma con leche” a 50 céntimos o se caminaba con dirección al mercado nuevo (modelo) para tomar un “jugo atómico” en un kiosco localizado al lado de la puerta de jirón Ayacucho, y la matriarca de la casa aprovechaba para hacer la compra de los víveres de la semana, como del almuerzo dominguero, cuyo menú era chicharrones de chancho, pachamanca, picante de cuy y locro de gallina de chacra, acompañado de su chicha de jora o maní.

 

Entierro en el suelo

Es oportuno mencionar, en los años 60 a los 80, algunos finados “pobres” cuyos familiares eran de escasos recursos económicos, fueron enterrados en el “suelo”; como se decía aquellos años, los panteoneros escarbaban la tierra hasta hacer un fosa y dentro de ella se sepultaba el ataúd de madera corriente los restos mortales de un occiso, sobre ello se cubría de tierra suelta, luego se colocaba una cruz con el nombre del muerto, el responso no era cantado por un cura, ahí estaba algún “aficionado” quien rezaba el padre nuestro y cantaba con tristeza, para luego “bendecir” con “agua bendita” el sepulcro, al retirar los deudos prendían sus velitas y dejaban sus flores, previo giraba la shacta entre los presentes hasta “secar” la botella. Este campo santo estaba localizado desde la altura de la capilla en el lado derecho hasta el jirón San Martin; como también tras de la morgue. Miles de cuerpos fueron enterrados, hoy ya desaparecidos, para dar paso a la construcción de los pabellones, como resignación familiar de estos finados van a la capilla para rezar por su “almita”, prender una vela y dejar su ramo de flores en señal de recuerdo. A partir de los años dos mil, ya no se realizaba entierro en el “suelo”, si alguien requería estaba el cementerio de Llicua.

Cabe señalar, este entierro tenía algo particular, aquí no se utilizaba una carroza como movilidad, se hacia uso de un triciclo con la plataforma larga tamaño de un ataúd, estaba instalado una campanita pequeña en el timón, el conductor tocaba en cada esquina, no había acompañantes, menos cura que ore y cante el responso, solo estaban los deudos mas cercanos, quienes lloraban por su finado, tomando copitas de shacta en cada esquina.

 

Acompañamiento en el entierro

Cabe en el recuerdo, aquellos entierros de los años 60 al 90, cuando los deudos pudientes o mishtis (ricos) acompañaban a su finado hasta el cementerio, con banda de músicos, largas filas de familiares y amistades, todos ellos caballeros vestido de terno oscuro o de negro, llegando incluso hasta tres cuadras, mientras las damas hacían otra fila en la vereda, todas ellas con vestido y velo negro. De igual manera, el sacerdote en cada esquina oraba y “echaba” su agua bendita al ataúd del fallecido, adelante estaban tres acólitos bien al habito negro, portando una cruz y dos ceras. El caminar era lento, la carroza trasladaba al muerto lleno de aparatos florales, casi siempre se llegaba al campo santo a las seis de la tarde, una que otras veces se hacia la misa de cuerpo presente en la capilla del cementerio, para luego pasar hasta el pabellón donde era sepultado, previamente el cura realizaba los últimos ritos religiosos, como también algún familiar daba el discurso de despedida, momento de desesperación era cuando se sellaba el nicho, para nunca volver a ver a nuestro familiar fallecido.

*Economista, abogado y cronista huanuqueño.

Foto: D.R. referencial.

Saludos: Diana y Nancy Pacchioni.

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