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Era aquella noche de intenso verano, mes de julio de los 80’. Todos reunidos debajo del árbol de níspero, en medio de plantas, hierbas y lajas de piedra que adornaban la vieja casona de la mamacha Antuquita, ubicado en el jirón San Martin de Huánuco primaveral.
De pronto, se atrancó con un robusto tronco el inmenso portón de nogal, está encendido el foco, pero un mechero de kerosene alumbra más. Gracias a Dios hubo luna llena que iluminó la tenebrosa oscuridad, allá arriba brilló como destellos las inquietas estrellas; el ambiente era de jolgorio, se trajo shacta de la hacienda de San Roque del mishti Roque Gonzales.
Coquita verde compro la mamacha, además estaba regado en la mesa cigarro Inka. Entre nosotros estuvo el tío Rafaco, un viejo guardia civil retirado como sargento primero, quien animo la noche con sus relatos, una de ellos era sobre el viejo panadero Serafín, cariñosamente don Siriaco; quien paso su vida lamentando su pobreza, cada vez recibió la bendición del taita Dios, porque tuvo más de 20 hijos, en sus tres compromisos.
Don Siriaco, comenzaba a trabajar a las 10 de la noche para sobar la masa, luego calentar el horno de pan con leña de eucalipto, pasado la media noche horneaba, ya en la madrugada estaba lleno la cesta de pan. Cuando rayaba la mañana, cargando su costalillo y con sus gruesas manos llevaba una ‘inmensa’ canasta de pan y se colocaba en la puerta del Mercado Viejo para vender con “su yapa”. Así era el viejo panadero.
Regresaba a su casa casi a medio día, luego de tomar algunas copitas de aguardiente en el Batán del popular Sapo Fernández, almorzaba y de frente a la cama hasta la noche para nuevamente hornear el pan. Esto era la rutina de todos los días, no tenía descanso, menos vacaciones.
El horno de pan estaba en medio de la huerta, techado de tejas de arcilla. El viejo Siriaco, ya con sus 60 años a cuestas, lleno de hijos, no se rendía ante la pobreza; trabajaba incansablemente. Una madrugada solitaria, sintió un susurro de viento completamente frio, repaso el ambiente en dos oportunidades; el viejo panificador se puso nervioso, se le paro el pelo de terror y su piel era como de la gallina, no supo que hacer, se sentó en el frio suelo; a los minutos reacciono y se puso de pie, corrió al dormitorio de su mujer para manifestarle lo que ocurrió, ambos se persignaron y comenzaron a rezar, pedir a Dios su protección, sabían que era una alma deambulando por la panadería.
Ya en diciembre, mes de full trabajo, tuvo que atender pedidos de bizcochos, el ayudante no vino, trabajó solo toda la noche; pero en un instante de aquella madrugada, vio arder fuego al fondo de la huerta, la candela flameaba con el viento; inmediatamente fue con un balde con agua para apagarla. Pero, sintió temor al llegar, porque vio que las llamas brotaban de la profundidad de la tierra, era como escupitajo de fuego, poco a poco fue desapareciendo. Cuando ya no alumbraba toco el suelo, estaba totalmente caliente, espero algunos minutos hasta que se enfrié.
Así fue, estaba intrigado de lo sucedido. Inmediatamente corrió hasta el horno, para coger una lampa y un pico, regreso y comenzó a escarbar hasta que se tocó con piedras lajas, Delicadamente las sustrajo y vio dos morrales (bolsas) de cuero que estaba enterrados. Al instante se puso de pie, regreso a su casa para traer consigo aguardiente, coca, cigarro y caramelos; tomo dos pañuelos, sobre ellas hizo dos paquetes, bien quipichado (amarrado) entrego a la tierra, en señal de pago, alrededor roció harta shata, pidió permiso”a los Jirkas Paucarbamba, Marabamba y Rondos para sacar el “tapado”, y con una pequeña rama extrajo los dos morrales, luego se puso a buen recaudo y con un carrizo largo destapó las dos bolsas, espero por espacio de una hora para que salgue al “antimonio”, roció con aguardiente, y coca. Lo que vio no podía creer, se puso a llorar de alegría, vio por primera vez un tesoro, llamado tapado o entierro, estaba repleto de monedas de oro y plata, además, joyas y documentos que no entendía lo que decía, porque estaba escrito en latín.
Cada momento se persignaba, agradecía a los Jirkas. Tendió su manta de lana de carnero, llevó bien ‘quipichado’ lo que encontró para enseñar a su adorada mujer, quien también lloraba de júbilo.
A los meses, el viejo Siriaco dejo de hornear pan, se desapareció de la vecindad. Luego como magia, volvió, pero para comprar la casa donde tenía la panadería, inmediatamente construyó un moderno edificio, se convirtió en un empresario de abarrotes. Posteriormente se trasladó a Lima, donde continuó realizando sus negocios al lado de su familia.
A los años se supo que su hijo mayor se suicidio, al segundo lo asesinaron, en fin, vino la desgracia para don Siriaco a causa del maldito entierro o tapado, hasta que un día dejo de existir el viejo panadero.
Como antecedente podemos decir, Huánuco fue una ciudad que albergo a poderosos españoles en la época de la colonia, quienes tenían mucha fortuna; en momentos de la sublevación de 1812, muchos de estos chapetones enterraron sus tesoros en su huerta o corralón, por temor que lo arrebataran; pero murieron en el enfrentamiento, dejando al olvido su tesoro; a los años fueron hallados por otros habitantes, en diferentes circunstancias. Sobre ella se teje muchas historias que ameniza una noche de tertulia familiar.