Huánuco de los albores del siglo XX en la pluma de López Albujar

Por Jorge Chávez Hurtado

Enrique López Albujar, notable escritor peruano, radicó en la ciudad de Huánuco por espacio de 66 meses (de 1917 a 1922), desempeñando el cargo de Juez de Primera Instancia, lapso en el que escribió los libros “Cuentos Andinos” (1920), “Nuevos Cuentos Andinos” (1937) y concibió la novela “El Hechizo de Tomayquichua” (1943). En su libro, Los Caballeros del Delito (Estudio criminológico del bandolerismo en algunos departamentos del Perú), publicado en 1936, páginas 78 – 88, describe el panorama ecogeográfico del valle del Huallaga. Resulta interesante advertir la belleza de nuestros paisajes locales y el equilibrio ecosistémico, con el encanto de su paisaje sideral que otorgaba días de claridad y poesía a pobladores y visitantes anonadados en un ambiente de naturaleza pura y hospitalidad de su gente. Era Huánuco de los años veinte del siglo que feneció.

Huánuco es primavera. Lo es no sólo por el clima, sino por su aspecto urbano, por la tonalidad de su cielo, por las aves de su campiña y, sobre todo, por sus huertas. Nada de esos calores húmedos y pegajosos de la montaña o de esos secos y sofocantes de la costa.  Nada de esos fríos rabiosos que se enroscan en la piel y pintan tostadas chapas de durazno en las mejillas, y levantan coriáceas ronchas en los botones de las orejas y en los nudillos digitales. Nada de nieblas, ni ventiscas, ni de nublados bituminosos, ni de árboles desnudos y tostados por el cierzo, ni de crepúsculos y auroras de vientos homicidas.

Aquí la vida es quietud, placidez; canta al compás de los pájaros canoros y de la perenne eclosión de sus huertas floridas. Sus días son casi todo el año de sol franco y alegre, con esa suave fulguración de los soles serranos, y el azul del cielo, el gris de las cumbres y el verde de la campiña bulle en continua renovación. El árbol y la planta viven en perpetua gravidez, sin que el otoño ni el invierno la interrumpan, como en los países de estaciones regulares y definidas. Al lado del palto, del pacae, del naranjo, del limonero, del plátano y de la caña de azúcar de los climas templados o semitropicales, el lúcumo, el chirimoyo, el café y el molle de las tierras interandinas.Y lo mismo con su fauna: oropéndolas, zorzales, trigueros, jilgueros, gorriones, violinistas, chauchancos, guardacaballos, pichis, tórtolas, huampas, cardenales, dorregarayes y chirocas pamperas. Un pueblo de pájaros de climas opuestos, que no había visto conviviendo en ninguna otra región del Perú. Sólo al pillco, el ave simbólica del valle, al cual le debe su incaico nombre, no se le ve ya ni se le escucha; ha desaparecido, seguramente ahuyentado por la presencia del hombre blanco de la conquista. Otras aves han venido a reemplazarlo; aves emigrantes, vuelamundos, bohemios, como el gorrión, ese judío de la ornitología, el cual, a excepción de Piura y Tumbes, ha invadido ya toda la costa del Perú.

Es que Huánuco es una tierra que se prende no sólo al jugo de las plantas y a las alas de los pájaros, sino también el alma de los hombres. Así callada y conventual como es, sabe decir muchas cosas a quienes quieran entenderla. Sus casas solariegas, aunque semiderruídas, hablan, y lo mismo sus conventos, así vacíos como están hoy sus huertas paradisiacas, sus templos medio ruinosos y los tres grandes jircas que la circundan y la defienden de los fríos inclementes de las punas: el Paucarbamba, el Rondos y el Marabamba.

No habla, naturalmente, para el joven inquieto ni para el turista superficial, que llega en pos de placeres ruidosos, de aturdimiento, de vida licenciosa, cabaretina y nocturnal. Habla para el hombre que ha sabido transmontar bravamente su juventud y que busca en la paz del hogar y en el contacto con la naturaleza el sabor de goces menos complicados y más puros.

Habla para el observador que busca en estas ciudades coloniales el tono y la dignidad de las viejas estirpes, ayer no más fuertes, combativas y dominadoras, el carácter de las pasadas épocas, las huellas de los grandes hechos de nuestra historia, los rasgos típicos del artista, del sabio, del héroe que supieron ennoblecer la vida de su terruño; el sello impreso en el alma de la raza por las creencias, las costumbres y las supersticiones, y aquella historia gráfica que va burilando en los monumentos y edificios de una ciudad, y que son, como las arrugas en ciertos rostros viejos, los mejores signos para reconstruir un pasado.

 

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