Por: Jorge Chávez Hurtado
A veces la vida tiene gestos tan sutiles que solo el corazón los percibe. Y uno de esos gestos lleva el nombre de Gladis Alcántara Rojas, maestra, escritora y amiga entrañable.
La conocí hace más de veinte años, cuando el calendario marcaba los primeros años del nuevo siglo, y el Instituto Superior Pedagógico Público Marcos Durán Martel era —y sigue siendo— una cantera de sueños. En esas aulas luminosas, donde se forjaban futuros docentes, coincidimos en la brega pedagógica, entre pizarras, proyectos y la ilusión inagotable de enseñar.
Gladis era —y continúa siendo— una mujer de luz. Siempre cordial, siempre sonriente, de esas personas que irradian serenidad en los días difíciles. Tenía el don de levantar el ánimo con un simple saludo, con esa sonrisa a flor de labios que parecía decir: “Todo va a salir bien”.
Por esos años compartimos experiencias pedagógicas en el área de Ecosistema y Educación Ambiental Productiva. De aquel trabajo nació una aventura que, vista con los ojos de hoy, parece una pequeña epopeya: la publicación del libro Educación Ecológica: enfoques y experiencias innovadoras desde una visión interdisciplinaria. Corría el año 2007 y lograr un libro en una institución pública era casi un milagro.
Recuerdo que el día de la presentación, Gladis caminaba por los pasillos del Instituto con una alegría desbordante. No era una espectadora más: fue parte del equipo de edición. Estuvo presente en todo momento, acompañando con esa emoción serena de quien celebra desde el alma. Así era Gladis, y así es todavía: una mujer que irradia alegría en cada gesto compartido.
Los años siguieron su curso —cada uno con sus estaciones, sus despedidas, sus silencios—, pero las verdaderas amistades, esas que nacen del alma, no conocen de distancias. Y un día, cuando menos lo esperaba, Gladis volvió a cruzar mi camino.
Fue en el auditorio Roel Tarazona Padilla de la Universidad Nacional Daniel Alomía Robles, durante una presentación del Coro Ruicino. Yo estaba concentrado, como siempre, cuidando los detalles, la afinación, el ritmo, la armonía de los jóvenes que subían al escenario con la responsabilidad de representar su arte.
La música había terminado, el público aplaudía, y yo salía del auditorio con la mente todavía en el escenario, cuando escuché una voz que me detenía:
—Jorge, te llamaba para entregarte mi nuevo libro, y tú saliste sin darte cuenta de mi llamado.
Era Gladis.
Ahí estaba ella, con la misma sonrisa de hace veinte años, extendiéndome un ejemplar de “Amores Cibernéticos”, la cuarta parte de su saga Mi adorado Chicito, recién publicada por Amarilis Indiana Editores de nuestro amigo Hevert Laos Visag.
Me quedé mudo. Me disculpé, avergonzado por no haber advertido su presencia, y ella —fiel a su esencia— restó importancia con una sonrisa tan generosa como los libros que escribe.
Esa noche llegué a casa con el corazón lleno de gratitud. Abrí su libro con ansiedad, como quien se asoma a un reencuentro largamente esperado. Y apenas leí las primeras líneas, volví a quedar atrapado en la magia de su prosa, en ese universo gatuno donde las emociones humanas se disfrazan de maullidos, de ternura y celos, de silencios y reconciliaciones.
Porque Amores Cibernéticos no es una historia de gatos: es una historia de amor. No de un amor ideal, sino de ese amor vulnerable, imperfecto, que nos sostiene en lo cotidiano. Gladis nos invita a mirar el alma a través de sus criaturas felinas y, sin darnos cuenta, terminamos leyendo sobre nosotros mismos.
Entre página y página, uno ríe, suspira, recuerda. Y al final, con un nudo en la garganta, entiende que lo que ha leído no es ficción: es la vida misma contada desde los ojos de quien sabe amar.
La autora de Vientos de otoño (2009), Piel trémula (2010), Mi adorado Chicito (2011-2015-2016-2022), Confesiones gatunas (2023), Amores gatunos (2024) y Walter D., el gran milagro (2024), vuelve ahora con este nuevo título que confirma su lugar entre las escritoras huanuqueñas más sensibles y constantes de nuestro tiempo.
Pero más allá de los libros, lo que emociona de Gladis Alcántara es su humanidad. Esa fidelidad a los afectos, esa manera de vivir la docencia y la escritura como actos de ternura.
Esa noche, al cerrar Amores Cibernéticos, pensé en los años que habían pasado desde aquel instituto donde empezó nuestra amistad. Pensé en el tiempo, en la vida, en los reencuentros. Y entendí que hay personas que uno no vuelve a ver con los ojos, sino con el alma.
Gladis volvió. Con un libro bajo el brazo y con la misma sonrisa de siempre. Y en ese gesto tan sencillo, tan suyo, me devolvió la fe en la bondad, en la gratitud y en la memoria compartida.
Porque en el fondo, amigo lector, esta no es solo la historia de un libro.
Es la historia de la amistad que resiste los años, del amor por la palabra, y de una mujer que sigue creyendo que escribir —como enseñar— también puede salvarnos.
Y uno queda pensando, mientras la noche se apaga, que hay sonrisas que no envejecen: solo cambian de rostro para seguir alumbrando las páginas de la vida.







