El reto de educar en un país multicultural

HENRY GINES

Por: Joyce Meyzán Caldas*

 

Imaginen por un momento a un país entero que se comunica en 47 lenguas, que piensa en 47 cosmovisiones distintas y que atesora 47 formas de nombrar al mundo. Ese país es Perú. Con 44 lenguas amazónicas y 3 andinas, nuestra diversidad lingüística y cultural es, sin duda, la mayor riqueza que poseemos. Debería ser nuestro motor de identidad, la base de un conocimiento compartido y profundamente arraigado.

Sin embargo, al cruzar el umbral de la educación peruana, esa riqueza a menudo se convierte en un lastre, y el privilegio de la pluralidad, en una paradoja.

¿Cómo es posible que, en un país tan diverso, la educación superior continúe operando bajo la lógica de la homogeneización? Según los datos del Ministerio de Cultura y la ENAHO 2023, la brecha de acceso a la universidad es abismal: solo el 16% de los jóvenes cuya lengua materna es originaria logra ingresar a la educación superior, frente al 38% de los hablantes de castellano. Esta diferencia no es un accidente estadístico; es la cicatriz de una exclusión histórica que el sistema educativo, especialmente el universitario, aún no se atreve a sanar ni a derribar por completo.

El problema no termina con el acceso. Comienza al interior de las aulas, donde la diversidad es recibida con una mezcla de curiosidad superficial y rechazo estructural.

Piensen en el estudiante que llega a Lima desde una comunidad Asháninka o Awajún. Trae consigo conocimientos profundos sobre la gestión del bosque, la herbolaria medicinal, o complejas estructuras sociales que superan lo que cualquier manual de sociología occidental puede ofrecer. Pero una vez en el campus, se le exige una “traducción” constante, no solo lingüística, sino epistémica. Su acento es señalado, su forma de expresarse es corregida con un paternalismo condescendiente, y sus saberes ancestrales son a menudo desestimados como «folclore» o «experiencias, pero no conocimiento académico».

Este silenciamiento forzado tiene un nombre: discriminación académica. Es una vivencia real y documentada. El Instituto de Opinión Pública de la PUCP ha señalado que uno de cada tres peruanos ha sufrido discriminación debido a su lengua o acento. En el ambiente universitario, esto se traduce en microagresiones: el chiste hiriente en el pasillo, la corrección pública por el uso de un término en quechua, o el prejuicio velado del profesor que asume la falta de base académica.

Como docente, he sido testigo de esta hipocresía institucional. Muchas universidades celebran su «interculturalidad» en coloridos flyers y discursos oficiales, mientras sus planes de estudio y sus metodologías de enseñanza reproducen estructuras profundamente coloniales y eurocéntricas. Se privilegia a pensadores europeos o estadounidenses, ignorando sistemáticamente a las ricas corrientes de pensamiento andino o amazónico. Se asume que solo existe una forma válida de producir ciencia y comunicar ideas. Esta invisibilización no es inocua: es un empobrecimiento colectivo.

Cuando la universidad ignora la cosmovisión de un alumno de los Andes que explica la economía desde el concepto de la reciprocidad ayni, o la de una estudiante Shipiba que analiza la crisis climática desde su relación simbiótica con el río, está desechando herramientas conceptuales de valor incalculable que ninguna teoría importada puede replicar. La UNESCO nos ha advertido sobre esta tensión en América Latina: muchas casas de estudio mantienen estructuras excluyentes a pesar de aspirar a ser inclusivas.

En este panorama, las Universidades Nacionales Interculturales (UNI) nacidas precisamente para ofrecer una educación pertinente—como las de la Amazonía o la Selva Central—son verdaderas semillas de cambio. Su misión es romper el círculo vicioso, reconociendo y validando las lenguas y saberes originarios como ejes centrales de la formación. Sin embargo, estas instituciones operan a menudo con graves déficits de infraestructura y recursos. Si queremos una transformación real, debemos apostar decididamente por estas vanguardias educativas.

Fortalecer la diversidad cultural universitaria exige un compromiso real y acciones que trasciendan el discurso. En primer lugar, reconocer y reparar las desigualdades históricas: no basta con abrir las puertas, hay que eliminar las barreras económicas, geográficas y culturales mediante becas integrales, acompañamiento socioemocional y políticas de admisión justas que valoren trayectorias diversas.

En segundo lugar, promover una inclusión epistémica y curricular. Los planes de estudio deben incorporar saberes del sur, lenguas originarias y conocimientos tradicionales como fuentes válidas de pensamiento, no como folclore. Iniciativas de universidades como San Marcos o la PUCP marcan el camino, pero deben convertirse en política institucional.

Finalmente, impulsar una transformación estructural y metodológica. La interculturalidad auténtica implica revisar la enseñanza, la evaluación y la investigación, formar docentes con competencias interculturales y valorar formas diversas de producir conocimiento, desde la narrativa hasta la oralidad, garantizando que ningún estudiante sea penalizado por expresarse en su lengua materna.

La diversidad no es una amenaza a la excelencia; es la fuente misma de la innovación y la relevancia. Cada vez más jóvenes en el país reivindican su lengua y cultura con orgullo. Cada vez más docentes entendemos que la universidad no puede seguir siendo una máquina de homogeneización que reproduce privilegios.

El desafío es ético y urgente: aprender a reconocernos en todas nuestras diferencias. La educación superior tiene el deber impostergable de devolver dignidad al conocimiento y a la identidad. No puede ser un espejo que solo refleje privilegios importados, sino una ventana que abra horizontes amplios para todos.

 

*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.

@joycemeyzn

 

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