(cuento)
Por Jhon Cuellar
Y, además, si toda aquella época sigue aún muy viva en mi recuerdo se debe a las preguntas que se quedaron sin respuesta.
PATRICK MODIANO, En el café de la juventud perdida
Zurdo y Militar se mantienen en guardia con la rabia pura en la mirada, como dos grandes pugilistas.
El enfrentamiento había sido una provocación de Zurdo, un estudiante nuevo con la fuerza y el porte de Mike Tyson, un grandulón cuya arma secreta no era otra que su puño de hierro cuyo golpe sorpresivo y certero desestabilizaba al común de los adversarios. Había sometido a grandes figuras como Muerto, Negro, Chiqui y Zavala, razón suficiente para hacerse con el título de El Pegón de la Secundaria, a lo largo y ancho del Leoncio Prado.
Pero Militar estaba hecho de otra masa: una mole con reacciones instintivas. Así lo demostró cuando Zurdo le dio un coscorrón insoportable, mientras copiaba la clase de Literatura. Sin reparar en el dolor, Militar se levantó de inmediato y le propinó un golpe con la frente, tan violento que le desencajó hasta la dentadura. No había remedio, el duelo estaba pactado: la pelea sería en el receso, a puertas cerradas, y a muerte.
Todos aclaman a su favorito. Zurdo y Militar se mueven en círculo, sin quitarse la mirada, meciendo los hombros y con los puños en guardia, esperando un descuido del rival para embestirlo definitivamente. Están en esa posición, en medio del suspenso general, cuando de repente Negro da el grito de asalto:
—¡Ya, mierdas, peleen!
Militar arremete contra Zurdo, sin darle oportunidad de reaccionar. Lo golpea con tal odio, que no se da cuenta de que su adversario está en el suelo. Nada lo detiene, ni siquiera la sangre que brota de la nariz de Zurdo. Es como una máquina instintiva buscando solo satisfacer su deseo de venganza.
De pronto, todos nos volvemos fanáticos de Militar. ¡Bien que se lo merecía, el abusivo! ¡Gritamos, silbamos, aullamos, mentamos a la madre…! Zurdo ya no es una amenaza, apenas parece una cucaracha intentando sobreponerse al pisotón de Gulliver. El griterío se hace cada vez mayor. ¡Todos vitoreamos al campeón!
Pero alguien interrumpe nuestra celebración:
—¡Viene Murdok!, ¡viene Murdok! ¡Ahí viene el Pelón!
—¡Ya nos fregamos!
—¡Chist! ¡El que habla se jode!, ¡el que habla se jode!
Todos silenciamos de golpe y empezamos a salir.
Murdok, el auxiliar del tercero, cuarto y quinto de secundaria, había subido a paso ligero. Para cuando llegó al segundo piso, todos lo esperábamos en las afueras de la sección, arreglando nuestros uniformes, como intentando maquillar lo acontecido hasta hace poco. Dentro, Militar y Zurdo procuraban desaparecer los rastros de la pelea.
—¡Qué pasa aquí! —dice Murdok, apenas se detiene frente a nosotros.
Está serio como siempre, con el ceño fruncido y su correa de cuero en la mano —un cinturón legendario del cual nadie pudo escapar hasta ahora. Como si fuese el mismísimo destino reservado a todo alumno leonciopradino.
—¡Qué pasa aquí! —insiste Murdok, sin hallar respuesta alguna.
Con un silencio sepulcral, apenas intercambiamos miradas, encogiéndonos de hombros, como quien dice: “De qué estará hablando este el pelón”.
—¡Van a hablar o van a estar mirándose como maricas! —insiste Murdok, correa en mano.
Nadie dice nada, el látigo es el menor de los problemas.
—¡Ya, entren! —ordena, luego de su primer fracaso, mientras golpea las piernas de los más incautos.
Entre gritos y empellones, intentamos ingresar intactos, evitando la correa que de seguro ha estigmatizado a muchas generaciones.
En el aula, Murdok inicia el interrogatorio, ante la mirada ausente de todos.
Mientras eso pasa, yo intento hallar respuestas a algunas curiosidades: se llama Murdok, ¿por Los magníficos?, ¿de dónde sacó esa correa legendaria?, ¿cómo hace para ocultarse la calva, con apenas unos pelitos encima?, ¿por qué está más flaco que un gato en ayunas?
De lo que sí estamos seguros es de cómo nos va a tratar Murdok, ahora, sin importar si consigue o no su propósito.
Así, como una costumbre insoslayable, recorre las carpetas sorprendiendo con el látigo a los más desprevenidos, basureando a quien le quita la mirada, comparando con una larva a quien osa mirarlo y amenazando a los que murmuran cada vez que hace lo que le viene en gana.
Rendido por no haber podido sacar una sola sílaba, Murdok se dispone a salir. Pero, a unos pasos de encontrarse fuera, baja la mirada y ve unas gotas de sangre en el piso.
Entonces, estalla en cólera, blandiendo en alto su correa:
—¡¿De quién mierda es esta sangre?!
Todos nos miramos, estamos perdidos. Ya nada nos queda por hacer. Intentamos hallar un argumento que nos libre no solo de Murdok, sino también de Leiva, el encargado de OBE: si Murdok tiene el legendario cinturón, Leiva es el guardián del sagrado reglón de roble, al cual le temen hasta los mismísimos dioses, pues el dolor del reglón es tal, que su efecto llega hasta la misma médula del más robusto estudiante.
—¡¿De quién mierda es esta sangre?! —insiste Murdok.
¿Qué decirle?, ¿cómo defender lo inevitable de la pelea? La verdad sería peor. ¿Y si le inventamos una historia?, ¿si le barajamos el hecho?, ¿o si le decimos que no sabemos nada? Honestamente, estamos perdidos.
Ante el silencio reinante, que no hace más que ponernos la soga al cuello, el más inesperado, el más prontuariado, aquel a quien ni su madre cree, Negro, se encarga de cerrar el espectáculo con una inocentada digna de admirar:
—De Zavala, profe; ya le llegó su mes.
Todo el ambiente estalla en risa, ante la mirada avergonzada de Zavala, como si aquella afirmación revelase una gran verdad.
Murdok se contagia de la risa, y enriquece la gracia:
—Ya pues, Zavala, la próxima vez no te olvides la toalla.
Todos nos matamos de la risa, mientras Zavala enrojece aún más. No sabemos si continúa avergonzado o está furioso. Pero de seguro le complacerá recordar que él, solo él, fue el único chivo expiatorio que salvó el día a las más de treinta víctimas rumbo al holocausto.
Complacido y carcajeando hasta no más, Murdok se retira.
Inmediatamente, todos permanecemos quietos: no sabemos si continuar con la risa o soltar un “¡Uf!” por salir bien librados, solo atinamos a mirar a Negro, hábil en estos gajes, como dándole las gracias por una de sus muchas benditas payasadas.
***Del libro inédito: “Cuentos de humor y de espanto”, de John Cuéllar.