El cuarto enigmático

 

 

John Cuéllar

rvperu2012@gmail.com

 

 

 

(cuento)

 

Albert Cornel, Peter Bad, Frank Hardik y Luis Moor observaban atónitos las paredes de aquel ambiente semivacío. Cómo era posible que un cuarto de mármol de aproximadamente veinticinco metros cuadrados podía presentar tal condición.

Nadie podía imaginar o suponer la causa de las huellas ensangrentadas en las paredes, aún frescas. A juzgar por el candado oxidado, forzado con una barreta para franquear la puerta, aquel ambiente no había sido habitado desde hacía más dieciocho años. Pero un dato contradecía esa posibilidad, y era que la única ventana que daba a la calle tenía los cristales rotos recientemente. Ahora, usando la lógica proposicional, era inconcebible pensar que alguien pudiese ingresar por la ventana, debido a que este se localizaba en el quinto piso del edificio. Además, a qué entraría en el cuarto, y por qué hacerlo si de por medio había un doble riesgo: caer en el intento y morir, o ser descubierto por los vigilantes del instituto.

Peter cogió un banquillo para asomarse por la ventana y descubrir algo que disipara las dudas que se le embarullaban en la mente, mas no tardó lo suficiente para que el banquillo cediese, más por lo roído que se hallaba que por el peso de Peter.

Albert, Frank y Luis, al ver interrumpidas sus cavilaciones, volvieron la mirada hacia Peter, a fin de averiguar el porqué del ruido. Peter, quien apenas se levantaba del piso, percibió el semblante silencioso de sus amigos con un gesto que era de esperar. Daban la impresión de encontrarse enojados por el sobresalto originado en ellos. Pero repentinamente echaron a reír como si se hubieran puesto de acuerdo.

En la parte céntrica superior del cuarto había una lámpara circular germánica, cubierta de telarañas; y, debajo, al costado de los cuatro condiscípulos, una mesa carcomida, grasienta y empolvada. Sobre esta, un libro abierto y agujereado por las polillas. Nadie se había dado cuenta ni de la mesa, ni del libro abierto, hasta después del ruido provocado por Peter, quien, luego de la carcajada, al levantarse del piso, percibió el libro abierto sobre la mesa.

Los cuatro se reunieron alrededor, atónitos, mientras reparaban en la frase plasmada sobre el libro. Una frase mal escrita, con letras grandes, de un tamaño diferente a los tipos del libro, la misma que concordaba con la atmósfera fría del pequeño ambiente. Nadie tenía una explicación para lo que veían. Por el contrario, su aturdimiento los mantenía con la mirada fija en aquella frase que les erizaba la piel.

Nada había en ese ambiente penumbroso, solo un libro como cualquier otro, con los bordes enmohecidos, la pasta doble, las hojas apolilladas y con tan solo dos detalles: abierto, y con una frase escrita desde el extremo superior izquierdo de la página cuatro hasta el extremo inferior derecho de la página siguiente.

Luego de permanecer dos horas desde que descubrieran aquel libro, alguien se dirigió a los demás, a fin de romper el hielo que de súbito los había aprisionado. Y fue Albert, el líder del grupo, quien se tomó el trabajo de hacerlo.

Albert, joven destacado cuyo lema Mayor es el peligro cuando menos es el conocimiento había hecho de él un roedor de bibliotecas. Solía encerrarse en el pequeño recinto, al final del pasillo de la biblioteca, para entrar en contacto con las obras de autores ilustres como John Locke y la teoría del conocimiento; Charles Sanders Pierce y el pragmatismo como método; Fiedrich Wilhelm Nietzsche y la teoría sobre la voluntad, para citar solo algunos de sus preferidos.

—Examinando nuestra reacción, puedo afirmar que estamos ante algo inexplicable —dijo triunfal, mientras sujetaba sus gafas, un regalo de su padre que había pasado el verano en la capital de Italia.

—No era necesario que lo menciones —comentó Luis, bisbisando y con una mirada desafiante.

—¡Por favor! —demandó Peter—, no pierdan los estribos.

El silencio volvió a apoderarse del lugar. Todos se miraban confundidos. ¿Acaso una fuerza sobrenatural los obligaba a obrar así?

Frank se había mantenido todo ese tiempo con la cabeza gacha, observando aquella frase. ¿Quería deducir algo o esa era su actitud de siempre? Desde la primaria se le había conocido como Bob, apócope de «bobo», aunque algunos le tildaban a secas de «Muerto», «Tonto», «Idiota». Ahora, faltando pocos meses para egresar del Instituto, había asumido el sobrenombre de «Filósofo», inclinado más a lo despectivo, ya que se le acusaba de misántropo.

—Si me lo permiten —dijo con timidez, volviéndose hacia los demás—, nada hay aquí de cierto. El libro abierto, la frase escrita, las paredes ensangrentadas, los vidrios rotos, el banquillo, la mesa, la lámpara y hasta cada uno de nosotros. Todo es una quimera.

—¿Pretendes decir que en realidad no estamos aquí, existiendo? —dijo irónico Albert—. ¡No seas tonto!, ¡eso es imposible!, ¡científicamente imposible! Dime, ¿cómo explicas la presencia de los cuatro, los diálogos y todo lo demás? ¿Quieres decir, acaso, que yo no estoy aquí, ni tú, ni Luis, ni Peter, y que todo lo que estamos viviendo realmente no lo estamos viviendo? ¿Eso quieres decir?

El silencio cobró fuerzas y el cuarto se hundió en un vacío hondo. Poco a poco mil sonidos fusionados se apoderaron del lugar, y todos empezaron a dar gritos lastimeros por el efecto que en ellos producían los ruidos: migrañas detonantes e incontrolables.

Transcurrido un momento, retornó la calma. Todo hacía prever el hecho irreal, la ensoñación: un encuentro inmaterial, un entrecruce de ideas que daba vigencia al pensamiento borgeano.

 

(Del libro El cuarto enigmático y otras narraciones)

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