
Por: Jorge Chávez Hurtado
El mensaje llegó suave, como el murmullo de una acequia en verano, envuelto en la calidez de un audio de WhatsApp: —Ya estamos listos para recibir al Coro Ruicino en el corazón de Tomaykichwa —dijo con voz cálida el padre Juan López Díaz, párroco de la capellanía Santa Rosa.
Esa frase, sencilla y luminosa, fue como una campana que tocó el alma de los jóvenes del Coro Ruicino. Al oírla, sus corazones comenzaron a latir con más fuerza, como si el llamado viniera desde una patria sonora. La ilusión del viaje cobró cuerpo y forma. Iban hacia una tierra de leyendas, hacia la cuna de la Perricholi, donde el escritor Enrique López Albújar colocó su pluma para escribir El Hechizo de Tomayquichua y donde el huerto es poesía viva y el aire sabe a historia.
Era la segunda vez que el coro pisaría suelo tomaykichwano. En el 2019, llegaron para grabar el videoclip de Despedida, aquel yaraví de nostalgia infinita, en lo que ahora es la Casa Museo del maestro Víctor Domínguez Condezo. Pero esta vez era distinto: regresaban con una nueva generación, con nuevas voces, con la sangre musical aún más ardiente, para ofrecer su primer recital en esta tierra mágica.
A las 2:50 p.m. del domingo 29 de junio, el ómnibus azul y blanco los recogió frente a su alma máter. Llevaban consigo no solo sus voces, sino los sueños intactos y la emoción compartida con sus padres. A las 3:30 en punto, llegaron a la «tierra templada», a ese rincón del valle del Huallaga que parece detenido en el tiempo.
Tomaykichwa, como siempre, los recibió vestida de gala. La plaza mayor brillaba bajo el sol con su carruaje escultórico, sus caballos y las figuras inmóviles del virrey Amat y su amada Perricholi, envueltos en trajes coloniales. El aire olía a fruta madura, a café recién tostado y a bienvenida.
Descendieron del ómnibus y caminaron por sus calles bordadas de árboles de pacae, chirimoya, naranja y plantas de café. Todo parecía una estampa del Huánuco antiguo, un cuadro viviente pintado por la memoria.
Hubo tiempo para visitar la casa de la Perricholi, para sonreír en fotos en la puerta principal y para detenerse en las tiendas de artesanías, donde los colores del valle se guardan en telares y recuerdos. Fue inevitable probar los curiosos «marcianos» —helados artesanales de sabores tan diversos como el cacao, la palta, el zapallo, el aguaje, el maní, e incluso la cerveza. En las calles, los carteles de los locales ofrecían comida típica y frases pintorescas, como aquella sentencia que provocó más de una carcajada: «Mi reina, nunca sufras por un hombre: recuerda la ley de Pinocho, se va uno y llegan ocho».
La iglesia los esperaba en silencio, como si contuviera la respiración. Afuera, una pequeña feria artesanal ofrecía tejidos, llaveros y sonrisas. El padre Juan, con gesto amable y voz emocionada, los recibió en la puerta: — Los estábamos esperando con mucha alegría para escucharlos cantar.
Entraron al templo por primera vez. Todo era luz, devoción y belleza. Un mural de Santa Rosa de Lima frente a un paisaje celestial capturó su atención. El arte se había fundido con la fe. El padre Juan, siempre hospitalario, los condujo hasta lo más alto del templo. Subieron las escaleras del campanario —algunos con miedo, otros con osadía— y desde allí contemplaron el valle del Huallaga como si fuesen cóndores en su nido.
Y entonces el padre, como salido de una novela de aventuras, se paró en la cornisa más alta y abrió los brazos. Los jóvenes le gritaron que bajara, temiendo por su vida, pero él, sereno, sonrió.
—Durante la pandemia celebraba desde aquí las misas, para que los fieles desde sus balcones pudieran recibir la palabra y la bendición —les dijo.
El recital comenzó a las 4:30 p.m., bajo el umbral de la iglesia, con una acústica sagrada que parecía abrazar cada nota. Iniciaron con “Alma”, esa joya de Gumersindo Atencia y Arturo Caldas. Luego sonaron La Libertad, El cóndor vuelve a su nido, Huánuco viejo, Tierra de mis amores, El peregrino, Amor pañaco, La Flor de la Canela y más.
Cada canción era un puente entre generaciones, una flor abierta en el corazón del pueblo. Pero hubo un instante que robó lágrimas: una niña de unos diez años se acercó tímida al coro y le regaló un anillo a una de las cantantes. — Me gusta cómo cantan, son hermosas sus voces — dijo con dulzura, y en su voz iba el alma de Tomaykichwa entera.
Después del recital, como broche de oro, el padre Juan los invitó al segundo piso. Allí, un café de huerto tibio y picarones recién hechos esperaban a los jóvenes y a sus padres. Las manos generosas de mujeres tomaykichwanas preparaban los dulces mientras las risas llenaban el ambiente. Era una celebración sin protocolo, una fiesta del corazón.
Antes de partir, el padre les contó que a fines de agosto se inaugurará un balcón único en el país por su arquitectura, y extendió una nueva invitación. El coro, al unísono, prometió volver.
A las 7:40 p.m., los jóvenes embajadores de la música huanuqueña abordaron el ómnibus con el alma rebosante. Iban de regreso, sí, pero dejaban parte de sus voces, de sus pasos y de sus sueños flotando en los aires de Tomaykichwa. Habían vivido una tarde que fue concierto, historia, mística y memoria. Habían confirmado que cantar nuestras canciones no solo es un acto artístico, sino una manera profunda de vivir la identidad, de honrar lo que somos.
Y así, entre acordes y huertos, entre risas y picarones, Tomaykichwa volvió a hechizar a quienes saben que el arte, cuando es puro, también puede ser oración.