Dos cantutas desperezan la lectura

Por Víctor Raúl Osorio Alania*

Andando por aquí, por allá y por acullá, solo o acompañado (casi siempre en compañía de soledad, consuelo, alba, esperanza), encuentro lugares y situaciones que inspiran lírica y narrativa.

Mujer petrificada

(Warmi chiyasha)

Cierto día de invierno, un niño llegó en busca de refugio (quienes lo conocieron calculan su edad en nueve años), tiritaba todo su cuerpo y temblaba la tierra, chirriaban los dientes y las aguas hacían bravatas, verlo en harapos descongelaba bloques de hielo.

Los habitantes de aquel poblado estaban ajetreados en tareas propias del campo. Proyectaban cómo pasar el período frígido, compartían experiencias de épocas anteriores. Solo una mujer (mayor de 40 almanaques), se dio tiempo para arrebujar, alimentar y brindar momentos de solaz esparcimiento al visitante que mantenía en reserva sus datos personales. Fueron tres días de intentos y aciertos, de risotadas y meditaciones.

Gracias mamita, mis papitos algún día van a recompensar vuestra inmensa bondad.

El tierno mensaje se hizo eco en muchas abras, incluso seres tutelares asintieron la cabeza.

De nada hijito, cuídate, tu presencia ha causado alegría, mucha alegría, en mis hijitos, Eugenio y Demetria.

Lo expresado no era novedad, porque dicha familia practicaba la solidaridad en todo tiempo, mejor todavía en tiempos de carencia.

Chau amigo, vuelve cuando quieras, diría Eugenio, infante experto en cuidar los rebaños.

La próxima vez debes traer a tus papitos para quedarnos más días, incluso podría ser de estación a estación, habló afligida, Demetria, con sus siete anuarios a cuestas.

La nube pasó apresurada porque estaba jugando con el viento, así, mientras iban y volvían pasó un año. ¡Cómo vuela el tiempo!

Época de esquila en la comarca, todos, pero absolutamente todos estaban inmersos en dicha faena, esta vez, don Eudorico, esposo de doña Silvana, pudo percatarse de la llegada de una mujer ajena que peinaba canas y se le veía pálida y agotada, avanzaba arrastrando los pies.

Eudorico salió apresurado, como si fuera joven centella, para darle alcance y llevarla a su choza. Pronto llegó su esposa con Demetria y Eugenio.

Compartieron segundo de cushuru (Nostoc), caldo de ovino y más de una taza de agüita de remedio. Pudo escucharse varias veces: ¡Hierbita milagrosa, ayuda en la digestión y calienta el cuerpo!

La visitante, durante cinco días, ayudó a la familia anfitriona, resultó siendo una experta polifacética, como muestra de lo dicho puedo afirmar lo siguiente:

Paisanos, del ganado ovino se obtiene lana, en tanto, vicuña, guanaco, llama y alpaca dan fibra.

Aplaudieron el aporte y citaron un adagio del Puchkador de los Andes: «Aprendizajes nuevos generan gestos nuevos».

Hubo parición en cada majada, las onomatopeyas hacían reverdecer esperanzas en la hierba.

La cuesta jadeaba según avanzaba un venerable anciano. Los niños del relato le dieron alcance y convidaron chicha de jora.

El solitario observaba a los menores y les estrechaba la mano. El trío hizo suyo la senda que conduce al hogar.

Aquel ser longevo (decía tener más de una centuria), enseñó a tejer mantas y ponchos, también a preparar ollas y jarras hechas de arcilla, todo lo hizo en siete días, todos aprendieron de buena voluntad. ¡La ignorancia huyó por el campo abierto, la sabiduría pudo empoderarse como la nieve en el pináculo de las cordilleras!

Lo bueno poco dura, así, el veterano creyó que había cumplido su propósito de orientar o enseñar a pescar con redes propias. Antes de irse para siempre, de cara a los habitantes, recomendó:

Cuando escuchen ayes detrás de los cerros que rodean a este pueblo, por favor, quédense con los suyos.

 ¿Por qué respetable anciano?

Porque podrían quedar como warmi chiyasha (mujer petrificada) de aquellas alturas –hubo silencio y sentenció la partida–. ¡Háganme caso y serán felices!

Los habitantes de aquella comarca permanecieron en silencio, el silencio dejó de rumorar, el rumor se volvió escueto. Esperaron la señal, el ansiado gorjeo de las pocas aves que habitaban en aquella zona.

Unos hijos partieron, otros retornaron. La rienda de este relato solo lo puede jalar usted y su atinada perspicacia.

Manta y poncho:

abrigo aumentado

La tragedia marcó sus vidas. Todo pasó rápido. Fue como bofetada con pérdida de dientes. Ella de 21 junios (florilegio hecho destello), él de 24 abriles (prospección sobre neurona propia). La fémina pudo salvarse porque le tocaba –ese día– contar el rebaño de más de trescientas cabezas, para ser precisos, ni tan cerca ni tan lejos de la choza habitual, en tanto, el mozo fue a buscar agua hacia el manantial (ese día correspondía preparar el desayuno).

¡Cataplún! ¡Cataplún! ¡Cataplún! Rápido giraron la mirada, cuando voltearon nada había, ¡qué tal tristeza!, tampoco nadie más que ellos, ¡pena a raudales!

A consecuencia de actividades de exploración y explotación debilitaron la montaña nívea, parte de la cima cayó sobre el espejo de agua y sepultó a personas, viviendas, oficinas, objetos, animales. ¡Adiós ideales de un mundo nuevo!

Estaban separados por quinientos metros. Nunca fueron amigos, a secas, buenos vecinos. Hubo un dilema. ¿Aproximarse o alejarse? ¿Hablar o mantenerse callados? Decidieron encontrarse, al inicio, caminaron despacio casi con desgano, luego, corrieron, era la mejor opción para quebrar el drama. Casi por instinto lograron abrazarse y lloraron buen rato. El sol interrumpió el descanso de la luna y se consolaron como nunca.

Desfogados, hablaron solo de lo que sabían, por si acaso, se quedaron con la ropa que llevaban puestos.

Esta manta es obsequio de mis papitos, por mi cumpleaños, dos semanas antes del Inti Raymi, él deslizó los dedos con sutileza sobre la prenda hecha con lana de ovino.

Arriba, en el centro de nuestra galaxia, el sol bosquejó una sonrisa porque sabía que valoraban su existencia antiquísima.

El color de mi poncho refleja el rostro de la luna y lo tejió mi padre en el telar de la familia, es de fibra de vicuña, con esto puedes coger agua y mis abuelos decían en este poncho resbala el rayo, argumentó la dama.

Entre sueños el satélite pudo escuchar tremenda alusión e hizo guiños originales a su único amor (el sol).

Volvieron a llorar pronunciando los nombres de familiares y demás conocidos. Ahora, el sol gimoteaba solo para no afligir a su pareja; aunque le parezca raro, la luna despertó llorando y volvió a reposar llorando, se decía: no quiero transmitir pesadumbre al dueño de mi plateado corazón.

Pasaron los minutos como siglos interminables. Ambos decidieron brindarse consuelo, la contradicción dio luces y partieron hacia el pueblo cercano, distante a ocho horas de camino. Mientras iban hacia el destino proyectado, repetían una y otra vez:

Manta y poncho: abrigo aumentado.

*“El Puchkador de la Nieve”

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05.01.2023

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