Por: Joyce Meyzán Caldas*
Cerrar el año siempre invita a hacer balances, pero cerrar una edición número treinta —y además la última del 2025— obliga a mirar con mayor honestidad lo que ha significado la educación superior en el Perú durante estos meses. No se trata solo de contabilizar clases dictadas, ciclos culminados o rankings publicados, sino de observar qué se hizo bien, qué se dejó de atender y cuáles son los desafíos reales que enfrentan universidades e institutos al iniciar un nuevo año académico. Esta columna no busca enumerar logros, sino ejercer memoria crítica: revisar los temas que se abordaron a lo largo del año en Desde el Campus, valorar cómo se expusieron entonces y evaluar qué tan lejos —o qué tan poco— se ha avanzado.
El 2025 inició con una expectativa clara: consolidar la presencialidad y fortalecer los modelos híbridos. Desde estas páginas se advirtió que el retorno a las aulas no podía sostenerse solo en el entusiasmo, sino en planificación, infraestructura adecuada y gestión eficiente del espacio universitario. Hoy, al cierre del año, esa advertencia cobra mayor sentido. Las aulas híbridas se normalizaron, sí, pero sin una política clara que garantice calidad, equidad ni continuidad. La burocracia interna, lejos de reducirse, siguió siendo uno de los principales obstáculos para responder a las necesidades académicas y administrativas.
Otro de los temas abordados de manera reiterada fue el mito que responsabiliza a las protestas del retraso de clases en universidades estatales. En su momento se señaló que este discurso servía más para desviar responsabilidades que para resolver problemas. Al finalizar el 2025, la realidad confirma esa postura: las demoras responden principalmente a deficiencias estructurales, falta de diálogo institucional y decisiones tardías. El conflicto no fue atendido; simplemente se normalizó.
Uno de los ejes más sensibles de este año fue, sin duda, la salud mental en la educación superior. Desde Desde el Campus se habló de estrés académico, agotamiento emocional y prevención del suicidio, alertando que no se trataba de casos aislados, sino de una problemática estructural. Hoy, la situación es más visible, pero no necesariamente mejor atendida. Las respuestas institucionales siguen siendo parciales y, en muchos casos, reactivas. La solución pasa por políticas permanentes de acompañamiento psicológico, formación emocional docente y una cultura universitaria que deje de romantizar el sacrificio extremo.
Vinculado a ello, se abordó la deuda pendiente con la educación inclusiva. Se cuestionó si las universidades estaban realmente preparadas para atender a estudiantes con condiciones especiales o trastornos del aprendizaje. Al cierre del año, la respuesta es clara: hay mayor discurso inclusivo, pero poca acción concreta. La falta de capacitación docente y de adaptaciones curriculares demuestra que la inclusión sigue siendo más declarativa que real. La solución exige inversión, formación y voluntad política.
La situación de los egresados y el desempleo profesional fue otro punto clave. A lo largo del año se analizó críticamente la obsesión por los rankings de “carreras más rentables”, advirtiendo que estos no garantizan inserción laboral ni desarrollo profesional. Hoy, muchos egresados enfrentan subempleo, informalidad y frustración, especialmente en regiones como Huánuco, donde la oferta académica no dialoga con las necesidades del entorno productivo. Aquí la solución pasa por una mayor articulación universidad–región y una revisión honesta de los planes de estudio.
También se abordaron temas incómodos, como la violencia, la inseguridad y el impacto de contextos de miedo en la vida universitaria. Lo que parecía excepcional se volvió recurrente. El 2025 dejó claro que la universidad no está aislada de la crisis social del país y que garantizar entornos seguros debe ser parte central de la política educativa.
No todo fue retroceso. A lo largo de estas treinta ediciones también se reconocieron avances: mayor debate sobre responsabilidad social universitaria, una revalorización progresiva de la educación técnica frente a la universitaria y una discusión más amplia sobre el rol de las becas en el acceso a la educación superior. Sin embargo, persiste una brecha entre el discurso institucional y la experiencia real de los estudiantes, especialmente fuera de Lima.
Mirando al 2026, las metas del Ministerio de Educación, la SUNEDU y las universidades no pueden limitarse a indicadores administrativos. La calidad educativa requiere menos burocracia y más escucha, más formación docente y menos simulación. En regiones como Huánuco, mejorar implica asumir que la educación superior debe ser motor de desarrollo y no solo un trámite académico.
Cerrar este año y esta edición número treinta también es un ejercicio personal de responsabilidad. Escribir Desde el Campus ha sido una forma de observar, cuestionar y, a veces, incomodar, pero sobre todo de escuchar. A lo largo de estas semanas, muchos lectores —estudiantes, docentes y familias— me han hecho llegar sus inquietudes, opiniones y experiencias, confirmando que la educación superior no se vive solo en las aulas, sino también en la conversación cotidiana. Como comunicadora y docente universitaria, mi compromiso para el 2026 es seguir señalando lo que no funciona, pero también proponer caminos posibles, sostener este espacio y abrirlo aún más a la participación. Desde el Campus continuará siendo una columna construida con mirada crítica y escucha activa. Quienes deseen compartir ideas, hacer feedback o proponer temas pueden contactarme a través de mis redes sociales @joycemeyzan. Porque educar y comunicar no es repetir discursos, sino insistir —junto a quienes leen y viven la universidad— en que esta puede, y debe, hacerlo mejor.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.
@joycemeyzan






