
Por: Jorge Chávez Hurtado
“Huallayco vida”, susurran voces al cruzar su jirón, desde prolongación Huallayco hasta la cuadra 24, o quizás algo más. “Huallayco es mi vida”, repito en silencio al recorrer las cuadras donde crecí, donde el pulso del barrio late en cada piedra y en cada acento prolongado.
Desde niño, fui testigo de aquella gran audacia cultural: las cofradías de negritos emergían en las calles con un magnetismo casi sacro. Vestuario esplendoroso, coreografías que levantan polvo y canciones que van más allá del ritmo… Ahí comprendí, como buen huanuqueño, que la tradición es un milagro hecho carne y alegría.
Al llegar los carnavales huanuqueños, se alzaba majestuosa la fiesta del Corte del Árbol. Un pacae vestido con canastas, pañuelos y serpentinas, serpentinas que caían como pintura viva y se agigantaban con el viento. Y todos, vecinos y caminantes, nos enrollábamos en un baile colectivo alrededor de ese árbol señero, símbolo de unión y celebración comunitaria.
En las cuadras 16, 17, 18 y 19 —mi infancia, adolescencia, juventud y adultez— cada casa y cada portal atesoran anécdotas: risas, travesuras, confidencias al filo del crepúsculo. Allí, los amigos de antaño —algunos ya partidos “hacia la eternidad”— dejaron huellas profundas. Duele decirlo, “ya se fueron”, pero nos queda la memoria viva, compartida y orgullosa.
Porque en Huallayco no solo se vive: se habla con acento huanuqueño, ese cantar pausado y prolongado que une las generaciones. Ese acento que convierte cualquier frase en poesía cotidiana.
Y con mirada inquisitiva, pregunté al maestro Edmundo Panay Lazo, en el programa De Cantos, Calles y Campos (radio Unheval): ¿cuál es el origen de este jirón? La respuesta sorprendió: Huallayco es anterior a Huánuco mismo, un ayllu que caminó con sus pobladores de Pachabamba, capital de los Chupachos, antes de la llegada española.
El maestro evocó a Pillco Rumi y la invocación al Dios Wiracocha, los guerreros Maray, Runtos y Paucar detenidos y convertidos en jirkas tutelares: hilos de una narrativa que enlaza piel, piedra y mito.
José Varallanos, en su Historia de Huánuco, nos dice que aquellos ayllus se convirtieron en barrios coloniales, conservando sus nombres, testigos de un pasado milenario. Y Monseñor Berroa, en Monografía de mi Diócesis, añade que Huallayco continuó siendo sauce viviente en Huánuco, al igual que Acrasuncho, Huacchaygato o Pillco Rumy.
La crónica final
Hoy, al recorrer uno de los jirones más largos de Huánuco, contemplo cómo crece cuadra a cuadra, historia tras historia. Desde los hechos noticiosos de la cuadra 24 hasta el pulso vivo de la prolongación Huallayco, cada metro es testigo del pasado y del presente.
Huallayco no es solo un barrio: es la memoria colectiva de un pueblo que pronuncia su palabra con canto, que celebra su vida en danzas multicolores, que respira historia prehispánica. En cada árbol adornado, en cada esquina habitable, en cada acento prolongado, se revela su esencia.
Huallayco es vida, un verso urbano y ancestral que se sigue contando, se sigue sintiendo, se sigue viviendo. Y caminar su jirón es abrazar siglos, es conversar con ancestros, es comprender que, bajo nuestros pies citadinos, palpita un ayllu duradero y vibrante.
Y así concluyó nuestra entrevista con el maestro Edmundo Panay Lazo —entre palabras que aún vibran—, coronada por la promesa de retomar el diálogo y descubrir juntos las historias de otros barrios queridos de Huánuco. Quedamos en silencio, envueltos en esa emoción pausada que regala el hallazgo: el orgullo profundo de comprender que, en cada paso que damos por nuestro amado jirón Huallayco, transitamos sobre la huella de antiguos pobladores, originarios de estas tierras mucho antes que la ciudad misma.
Caminar por Huallayco es abrazar siglos en cada baldosa, es sentir bajo los pies la resonancia de pasos milenarios; es escribir hoy la prolongación de una historia que no termina, porque ese jirón no es solo vía urbana, es arteria ancestral. Qué dicha y qué asombro saber que el alma de nuestro barrio es también el eco de un ayllu que se niega a desaparecer.
Es un dato histórico que sacude y enorgullece: perturbador en su belleza, nos recuerda que somos herederos de una ruta infinita, de memorias que aún danzan al compás de nuestras pisadas.