Por: Joyce Meyzán Caldas*
Obtener un título universitario es, sin duda, una de las conquistas más significativas en la vida de cualquier persona. Sin embargo, al dar el paso hacia el mundo laboral, ese diploma no siempre basta para garantizar el respeto, la legitimidad o la estabilidad que el profesional merece. En el Perú, ese reconocimiento formal se materializa a través de la colegiatura profesional, un proceso que, en esencia, debería representar la unión, la defensa y el crecimiento de los colegiados. Lamentablemente, la práctica ha desdibujado este ideal, convirtiéndolo a menudo en una formalidad vacía, desconectada de la realidad y las verdaderas necesidades de quienes trabajamos día a día en el campo.
La colegiatura, por definición, es el puente que enlaza la actividad profesional con el ejercicio ético. Los colegios profesionales, respaldados por la Constitución, tienen la misión insustituible de garantizar que quienes ejercen una carrera lo hagan con idoneidad, ética y compromiso social. Nacen para ser el motor del desarrollo continuo, promoviendo la capacitación, defendiendo la dignidad laboral y, crucialmente, velando por la calidad de los servicios que se ofrecen a la sociedad. En teoría, un colegio profesional es una comunidad viva, capaz de acompañar a sus miembros en cada etapa, representarlos con firmeza ante el Estado y ser el promotor incansable de la evolución de la profesión.
No obstante, este ideal se desvanece en la realidad de muchos colegiados. La pesada burocracia, la falta de transparencia en la gestión y la escasa representatividad histórica de algunas directivas han cavado una profunda brecha entre los colegios y sus propios miembros. Muchos profesionales nos sentimos lejanos, incluso ajenos, a las decisiones que se toman en nuestro nombre. Lo que debería ser un espacio de fortalecimiento se ha vuelto, para una generación entera, una obligación administrativa más que cumplir para acceder a un puesto público o mantener cierta formalidad contractual.
Mi experiencia personal como comunicadora social refleja una de las grietas más evidentes de nuestro sistema: la flagrante ausencia de un Colegio de Comunicadores del Perú. Quienes ejercemos la comunicación —ya sea en investigación, gestión institucional, producción audiovisual o estrategia política— no contamos con una entidad propia que nos agrupe, nos represente con voz propia y nos defienda. Esto nos mantiene en una incómoda situación de vulnerabilidad y desprotección profesional constante ante el intrusismo y la falta de regulación ética.
Ante este vacío, y dada mi labor periodística en medios de comunicación, encontré un anclaje legal y gremial en el Colegio de Periodistas del Perú (CPP), al cual me afilié en su momento en el Consejo Departamental de Huánuco. Sin embargo, la comunicación contemporánea abarca un espectro vastísimo, que se extiende mucho más allá de la noticia. Y aunque el CPP cumple un rol vital en la defensa del Periodismo, he sentido en varias ocasiones que este espacio no responde plenamente a las demandas diversas, interdisciplinarias y modernas de mi campo. Esta sensación de orfandad profesional —de pertenecer a una institución, pero no sentir la representación integral— es el motor que impulsa a muchos colegas a buscar una voz más fuerte y comprometida.
Durante mucho tiempo, observé los procesos electorales del CPP desde la distancia, convencida de que los cambios que la profesión exigía debían ser impulsados por «alguien más». Pero con el tiempo, y desde mi rol de docente universitaria, entendí una verdad fundamental: si los profesionales no participamos activamente, los colegios no cambiarán nunca y nuestras profesiones no se fortalecerán. La inercia de una directiva solo se rompe con la voluntad y el compromiso cívico de sus miembros.
Por eso, este año decidí dar un paso al frente y participar activamente en las elecciones del Colegio de Periodistas Consejo Departamental Huánuco, que se realizarán el domingo 16 de noviembre. He aceptado la invitación para postular al cargo de Directora de Actividades Profesionales e Institucionales por la Lista N° 2, liderada por mi colega Rosario Portilla.
Este no es un acto simbólico; es una convicción de transformación. Creemos que es absolutamente posible recuperar la esencia de lo que un colegio profesional debe ser: un espacio de unión, innovación, capacitación continua y defensa incondicional. Nuestra propuesta no busca la confrontación, sino la construcción de un colegio transparente y moderno. Buscamos revitalizar la participación, garantizar la transparencia en los procesos internos, fortalecer la formación con perspectiva contemporánea y devolverle a la colegiatura el sentido de orgullo y pertenencia que debe tener. Porque el verdadero colegio no es solo su directiva; lo conforman todos sus miembros, y la dignidad profesional se construye con la participación de cada uno de ellos.
La colegiatura no debe percibirse como una carga ni un requisito anacrónico, sino como una herramienta de dignidad profesional. En un contexto donde la ética y la responsabilidad social son los pilares de la confianza pública, los colegios son una garantía para el ciudadano y un respaldo para el profesional. Permiten decir, con autoridad y formación, que nuestra labor está marcada por la ética y el compromiso. Pero esa legitimidad exige renovación constante. El cambio comienza no con un discurso, sino con la decisión de participar, de involucrarse y de transformar desde adentro lo que queremos ver reflejado afuera. Colegiarse es un compromiso con nuestra identidad, con nuestra profesión y con el futuro del país.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.
@joycemeyzn







