Por: Joyce Meyzán Caldas*
Hay una verdad incómoda que el sistema educativo prefiere ignorar: los docentes no llegamos al aula con todas las respuestas. Llegamos con conocimientos, con preparación académica, con buenas intenciones. Pero son los estudiantes quienes terminan por moldearnos, retarnos y, en última instancia, convertirnos en mejores profesionales y seres humanos. Durante cinco años, tuve el privilegio de acompañar a la promoción Los Fantásticos de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional Hermilio Valdizán. Hoy, mientras los veo graduarse e iniciar una nueva etapa, comprendo que ellos no solo fueron mis estudiantes: fueron mis maestros más rigurosos.
Cuando comencé en la docencia universitaria hace casi ocho años, mi juventud fue una sentencia antes que una ventaja. Hubo quienes cuestionaron mi autoridad, minimizaron mis conocimientos o confundieron cercanía con falta de rigor. El sistema no capacita a los docentes jóvenes para gestionar estas tensiones, ni ofrece herramientas reales para construir respeto mutuo desde la diferencia generacional. Aprendí con paciencia, que la edad no define la capacidad de enseñar, pero sí exige desarrollar carácter pedagógico, comunicación asertiva y firmeza ética.
Fue precisamente en ese contexto donde Los Fantásticos entraron a mi vida. Durante cinco años, este grupo me obligó a mirarme al espejo constantemente. Me motivaron, hicieron que me cuestionara, me ayudaron con su proactividad a cumplir todas las metas que proponía y, sobre todo, me empujaron a mejorar. Cada clase era un territorio de negociación entre lo que yo creía saber y lo que ellos necesitaban aprender. Cada proyecto conjunto —desde Conexión Unheval, nuestro medio de comunicación digital, hasta Unifest y otras actividades académicas— fue una lección de trabajo colectivo con propósito, valor y resistencia frente a una educación que, muchas veces, prioriza la forma sobre el fondo.
Pero lo que más me transformó fue descubrir que enseñar no es solo transmitir contenidos: es adaptarse constantemente a realidades que no siempre estamos preparados para enfrentar. A lo largo de mi experiencia como docente universitaria tuve estudiantes con discapacidades o neurodivergencias. El aula dejó de ser un espacio homogéneo y se convirtió en un mosaico de necesidades, ritmos y formas de aprender que me exigían reinventarme en tiempo real. No sabía cómo adaptar mis clases para que fueran verdaderamente inclusivas. Nadie me lo había enseñado en mi formación docente.
Y aquí está la parte incómoda: tuve que especializarme por mi cuenta. Leí sobre educación inclusiva, sobre neurodiversidad, sobre metodologías activas y diseño universal de aprendizaje. Busqué asesorías, tomé cursos, consulté con especialistas. Todo esto mientras seguía dando clases, evaluando, preparando materiales y sosteniendo procesos emocionales de estudiantes que atravesaban crisis personales, familiares o económicas. La institución no siempre visibiliza estas realidades, no siempre se hace cargo. La responsabilidad recae, casi siempre, en el docente que decide no mirar hacia otro lado.
Fue agotador. Hubo momentos en los que dudé si estaba a la altura, si mi esfuerzo era suficiente, si realmente podía hacer la diferencia. Pero cada vez que veía a un estudiante con dificultades logrando expresarse mejor, participando con confianza o entregando trabajos que reflejaban su verdadero potencial, comprendía por qué había elegido esta labor. Mis estudiantes me recordaron, una y otra vez, que la docencia no es una zona de confort: es un acto de constante reinvención, de escucha activa y de compromiso inquebrantable.
Ser docente universitaria implica caminar sobre una cuerda floja: exigir sin deshumanizar, ser cercana sin perder autoridad, motivar sin imponer. Ese equilibrio no se aprende en manuales ni se obtiene con títulos académicos; se construye con la experiencia diaria y, muchas veces, a partir del error. Durante estos cinco años, me equivoqué más de una vez. Hubo clases que no funcionaron, evaluaciones que debí replantear, conflictos que pude manejar mejor. Pero también hubo risas, complicidades, logros compartidos y conversaciones que trascendieron el aula.
Los Fantásticos me enseñaron que enseñar sin comprender el contexto cultural, emocional y social del estudiante es, en el fondo, una forma de exclusión. Me enseñaron que el respeto no se impone desde la jerarquía, sino que se construye con coherencia, trabajo sostenido y vulnerabilidad compartida. Me enseñaron que la cercanía no debilita la autoridad pedagógica: la fortalece, siempre que esté anclada en límites claros y respeto mutuo. Me enseñaron, sobre todo, que mi vocación no era un accidente: era una convicción que ellos ayudaron a reafirmar cada día.
Hoy, mientras Los Fantásticos inician una nueva etapa de su vida profesional, siento una mezcla de orgullo, nostalgia y esperanza. Orgullo por todo lo que logramos construir juntos, por su resiliencia frente a un contexto universitario que no siempre fue amable, por su capacidad de cuestionar, crear y soñar en grande. Nostalgia porque sé que estos años compartidos han terminado y que el aula ya no será la misma sin su energía. Esperanza porque confío en que llevarán consigo todo lo que aprendimos juntos: la importancia del rigor intelectual, la ética profesional, la sensibilidad social y el compromiso con la verdad.
Agradezco a mis estudiantes por recordarme que la docencia es mucho más que impartir conocimientos. Es acompañar, cuidar, creer y, sobre todo, estar dispuesta a aprender de manera constante. Gracias a ellos entendí que mi juventud no era una limitación, sino una oportunidad para tender puentes generacionales, renovar miradas y desafiarme a ser mejor, sin acomodarme nunca en la mediocridad.
Hoy inician nuevas etapas, con desafíos distintos y exigencias mayores, pero también con oportunidades reales de transformar su entorno. La comunicaciones y periodismo no son solo profesiones, sino formas de incidir en el mundo con responsabilidad, pensamiento crítico y empatía. Mientras el sistema continúe olvidando que la educación es, ante todo, un acto profundamente humano, serán estudiantes como ellos quienes nos recuerden por qué enseñar —y aprender— sigue valiendo la pena.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.
@joycemeyzan






