Huallayco, años ochenta: un Niño Dios, un incendio y la niñez rota

Por: Jorge Chávez Hurtado

 

Corrían los primeros años de la década de los ochenta y Huánuco aún era una ciudad recogida, íntima, casi doméstica. Se dejaba caminar sin prisa, como si supiera que nadie tenía apuro por huir de ella. Las calles formaban un tablero de ajedrez humilde y ordenado, y los cerros, todavía vírgenes de invasiones, abrazaban la ciudad con una dignidad antigua. Desde sus estribaciones se veían casas rurales, limpias, bonitas, como las de Rondos, Nauyán Rondos, La Florida, la parte alta de Llicua. Era un Huánuco de tierra, de silencio, de cielo abierto.

En ese diciembre yo vivía con mi abuela paterna, Cirila, a quien sentía mi madre. Ella me cuidaba en medio de un torbellino familiar donde el niño es siempre el más frágil, el más expuesto a las fricciones, a las asperezas de los adultos, a esos golpes invisibles que no dejan moretones en la piel pero sí cicatrices hondas en el alma. Aun así, éramos felices. Éramos felices y no lo sabíamos, como suele ocurrir con las verdaderas felicidades.

Mi abuelita Cirila era profundamente católica. Su fe era sencilla, firme, sin fisuras. Tenía una amiga, nuestra vecina, doblemente devota y absolutamente irrebatible en asuntos de Dios: doña Petronila, a quien el barrio llamaba “la beata”. Para mí era la tía “Pito”. Vivía para la oración. Con ella escuché por primera vez hablar del Santo Rosario como si se tratara de una espada luminosa. “Es un arma poderosa contra el mal”, me decía con una convicción que no admitía réplica. “Desarma al demonio y enciende los corazones tibios”. Yo no entendía nada, pero su certeza era tan rotunda que asentía más por respeto que por fe.

Cuando me dijo que si no rezaba el Rosario me crecerían cuernos y me iría al infierno, el muchacho palomillo del barrio Huallayco —criado entre bromas, pendencias e ironías— se removió dentro de mí. Aun así, le pregunté cómo se rezaba. “Cincuenta y tres avemarías, seis padrenuestros y seis glorias”, respondió como quien dicta una ley natural. Me pareció más castigo que devoción, peor que los ejercicios físicos de ranas de mi colegio Leoncio Prado. Pero ella no discutía: obedecer a la Iglesia era suficiente argumento.

La tía Pito vivía en una casa hermosa de la época: adobes, tejas, piso de tierra, paredes de barro. Todo era natural. La casa tenía una paz que hoy ya no existe. Y en diciembre, esa paz se volvía fervor. La Navidad se aproximaba y su emoción era casi infantil. El nacimiento del Niño Jesús se armaba con un cuidado reverencial, como si en cada ramita se jugara algo sagrado.

Un día subimos juntos a los cerros de Puelles a recoger plantas. Llevamos costales y un fiambre que aún puedo saborear en la memoria: picante de cuy con arrocillo blanco, cocinado a leña. Comimos mirando la ciudad desde lo alto, el Huallaga brillando a lo lejos. Me habló de su infancia, de su hermano Felizo ya muerto, de baños de sol sobre la arcilla, de plantas medicinales, de Manuel Lezaeta Acharán. Me enseñó nombres de plantas que hoy sobreviven solo en los mercados de Navidad: chuná, cabuyita, barbasco, pelo de bruja, tripa de cuy, huagiasito. Su sabiduría era una herencia oral que nadie escribió.

Durante días armamos el nacimiento en su casa de la cuadra 18 de Huallayco. Cada figurita tenía nombre, pasado y alma; nada estaba ahí por azar. En la Noche Buena, la tía Pito encendía su fogón, hervía el chocolate espeso y partía el panetón como quien comparte una bendición. Todo era espera. Todo era alegría contenida.

 

Hasta que llegó la noche.

Era 24 de diciembre. Cerca de la medianoche. El nacimiento ocupaba casi un cuarto entero. No había luz eléctrica; todo era penumbra y fe. Cuando dieron las doce, la tía Pito colocó al Niño Jesús en el centro, con manos temblorosas de emoción. Entonces llegaron mis amigos con bengalas. Pensamos, en nuestra inocencia, que esas chispas serían un homenaje, una luz para el Niño Dios.

 

Una chispa bastó.

El papel seco de la cueva ardió como si hubiera estado esperando ese instante desde siempre. Bastaron unos segundos para que el fuego se lo tragara todo, sin piedad, sin memoria. Yo quedé clavado en el sitio, incapaz de moverme, y mi grito salió tarde, cuando ya era inútil. Don Juan Castope, sobrino de la tía Pito, llegó corriendo y, con su casaca, luchó contra las llamas mientras nos gritaba la imprudencia que ya era desgracia. Cuando el fuego cedió, no quedó nada: solo cenizas. La tía Pito lloraba sin consuelo, como se llora a un muerto. Mi cuerpo temblaba entero; el miedo me apretaba el pecho hasta dejarme sin aire.

El Niño Jesús se salvó. Apenas unos dedos quedaron quemados, como una marca mínima frente a tanta pérdida. San José y la Virgen también sobrevivieron al fuego. Todo lo demás se perdió. Entonces vinieron las palabras duras de la tía Pito, la maldición nacida del dolor más hondo, dicho entre llanto y rabia: “desgraciado… satanás… te romperás la pierna”. Yo no entendía de culpas ni de destinos; solo sabía que había destruido algo sagrado. Muchos años después, en efecto, me fracturé la pierna y el brazo. Cosas del destino, o quizá de esas palabras que, cuando brotan del sufrimiento, se quedan a vivir con uno para siempre.

Esa noche salí sin rumbo. Dejé atrás la casa, el humo, el llanto que no supe enfrentar. Huánuco estaba despierto: se escuchaban risas, villancicos, pasos apurados, puertas abiertas, familias abrazadas celebrando la llegada del Niño Dios. Yo caminaba entre esa alegría ajena como un intruso, como si ya no perteneciera a ningún lugar. Con mis amigos del barrio crucé la Alameda de la República rumbo al jirón Abtao, pero en realidad caminaba hacia adentro, hacia un sitio oscuro donde solo cabía la culpa. No probé chocolate ni panetón. Esa noche no tuve hambre de nada que no fuera perdón.

Al llegar al fondo de la Alameda miré el río. El Huallaga seguía pasando, como si nada hubiera ocurrido. Mi cuerpo temblaba todavía. Lucho Sacramento, mi amigo, me habló, pero no lo escuché. Entonces lloré en silencio, sin consuelo, sin palabras, con ese llanto que solo conocen los niños cuando entienden que han hecho un daño que no se puede deshacer. Las lágrimas cayeron lentas, calientes, y nadie las vio. Mientras Huánuco celebraba el nacimiento del Niño Dios, yo me quedé ahí, solo, aprendiendo que esa Noche Buena algo se me había perdido para siempre, y que, desde entonces, cada diciembre, vuelve a doler igual.

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