
Por: Jorge Chávez Hurtado
Entre calles impregnadas de historia y recuerdos que se deslizan como susurros del tiempo, emerge la figura entrañable de un longevo custodio de tradiciones, el señor Eloy Flores Pérez, cuyas raíces se hunden en la savia misma de nuestra querida Danza de los Negritos de Huánuco.
Con cada año doblado en su profunda existencia, Eloy atesora memorias que danzan en sincronía con los latidos de su propio ser, evocando y narrando con la destreza de un cronista y la nostalgia de quien ha sido testigo de tiempos que se desvanecen.
Nacido en el místico hogar del Jr. Pedro Barroso 111, en el año de 1937, su esencia fue forjada entre los muros y callejones del barrio que lo vio crecer. El Centro Escolar Hermilio Valdizán, como templo de aprendizaje, acogió sus primeros pasos en el saber, regalándole hasta el quinto grado de primaria, antes de que su destino se entrelazara con el oficio noble de la albañilería.
De una prole de cinco hermanos, Eloy es el único peregrino que aún transita este mundo terrenal. Entre susurros llenos de emoción, evoca los nombres de sus cuatro hermanos: Dionisia, Antonia, Eduardo y Víctor, añorando su presencia como notas perdidas en la partitura de su vida.
La semilla de su devoción por la Danza de los Negritos halló su germinación en el legado de su hermano mayor, Eduardo, quien entre pasos y ritmos, llevó el arte de la danza a los barrios de Huallayco y Chacón. A los dulces dieciséis años, la vestimenta prestada por Eduardo marcó el prólogo de la danza que se tornaría el hilo conductor de su larga existencia.
Huallayco, cuya cofradía resguarda la esencia de tiempos inmemoriales, fue la cuna que acunó los movimientos de Eloy, mientras sus pies se adherían al pavimento de la historia. Con la certeza de quien lleva en el alma un legado ancestral, afirma que la cuadrilla de negritos se ancló en la realidad en los albores del siglo XX, gestada por los hermanos Illathopa.
La danza, como manantial inagotable, también lo llevó a incursionar brevemente en las cofradías de Miguel Guerra, Chacón y Justo Juez. Y así, entre melodías y pasos que tejían historias, su vida se entretejió con la esencia misma de la tradición.
En la intensa narrativa viva de Eloy, los años 50 y 60 se erigen como testigos de una sencillez que hoy se desvanece en el viento del cambio. Asegura que la indumentaria de antaño, desprovista de excesos, era la manifestación pura de la danza, mientras que el «negrito congo» resonaba como melodía eterna.
La gastronomía festiva, plasmada en los recuerdos del mayordomo, sirvió de sustento a los danzantes. Desde el Caldo Verde, Café, Caldo de res, Locro de cuy, Locro de Gallina al Picante de Cuy, cada plato, según don Eloy, era un lienzo de sabores que abrazaba el espíritu de la celebración en homenaje al Niño Jesús.
La despedida, ritual casi sagrado, se realizaba con la simpleza de una época menos convulsa. Sin la sombra de la preocupación por la pérdida, las indumentarias reposaban sobre mantas blancas, pues la pureza del momento no requería más resguardo. Don Eloy, afirma, sin temor a equivocarse que en los años 40 y 50 los danzantes no requerían de los hoy famosos gatilinguias.
En el tránsito de su vida, Eloy observa con ojos serenos los cambios que han transformado las ceremonias ancestrales. Los zaguanes, guardianes de antaño, acogían a los danzantes en un escenario de exclusividad, donde solo los adultos eran partícipes de la festividad.
Y así, entre la danza de los tiempos idos y los ecos de la contemporaneidad, Don Eloy Flores Pérez, conocido como el corochano más antiguo, se convierte en un monumental faro de la tradición, un guardián de legados que anhela ser recordado con el mismo cariño con el que abrazó nuestra querida danza que dio sentido a su existencia y que otorga prestancia cultural e histórica a Huánuco.