

Por Eiffel Ramírez Avilés*
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer nació hacia 1788, en Danzig. Vivió el romanticismo que floreció en su tierra y a temprana edad recorrió varios países de Europa, aprendiendo sus costumbres y sus lenguas. Luego, en contra de su padre, se inclinó por la filosofía y la estudió concienzudamente en Berlín, hasta que el toque de trompetas llamó a las armas a los alemanes: había que defender a la nación y expulsar al ejército napoleónico invasor. Sin embargo, Schopenhauer no quiso pelear, porque decía que su patria era la humanidad y que había decidido solo servir a ésta con la cabeza y no con el puño. Este fue el inicio de su trayectoria solo comprometida con la investigación y la verdad, aunque estuvo mal retribuida. El filósofo iría publicando, pues, sus escritos hasta forjar los dos volúmenes de El mundo como voluntad y representación –su obra principal–, pero la fama y el reconocimiento en el ámbito académico y lego le fueron esquivos (muchas de las impresiones terminarían inclusive en maculatura). Pasó, por ende, años de olvido y constatando que otro filósofo, compatriota suyo –Friedrich Hegel, su eterno rival–, se llevara los aplausos que, según él, no merecía en lo más mínimo. Como fuese, el libro Parerga y Paralipómena –su trabajo más popular– le restituiría, al final, en el podio y lo encumbraría rotundamente como uno de los filósofos más grandes de todos los tiempos.
La filosofía de Schopenhauer es la filosofía de la voluntad. En su vertiente más conocida, ella nos señala que el hombre siempre está a la caza de algo, incesantemente, sin término; y que por eso es la fiera jamás satisfecha y que solo acaba agotada y decepcionada de su propia existencia. La vida está llena de calamidades, nos dice el pensador, de desastres y crueldades –animales que se comen entre ellos; guerras entre Estados; vejación de los más fuertes hacia los más débiles–, y, sin embargo, el humano se aferra a la voluntad de vivir –las palabras claves aquí–, a perpetuarse en esa rueda de tragedias que es la existencia. Schopenhauer nos alerta de esta situación y nos exige no caer tan fácilmente en una concepción optimista de la humanidad; nos señala, por lo tanto, que no hay que aceptar que este mundo es el mejor de los posibles. Contra esto último precisamente, él recitaría en aprobación las desoladoras palabras de un personaje de Amado Nervo: «Cuántas veces mirando la noche estrellada, me he dicho: Cada uno de esos soles gigantescos alumbra mundos, y de cada uno de esos mundos surge un enorme grito de dolor, el dolor inmenso de millones de humanos…» El alemán, pues, rescató esa dosis de realismo que el pensamiento occidental necesitaba en el siglo XIX; por esa época se creía, en efecto, que las sociedades avanzaban y se desarrollaban, mas él respondía: ¿a costa de qué?; ¿no se trata de una búsqueda inútil de querer más? La lectura de este filósofo fue entonces un espejo que reflejaba algo horroroso, aunque ineludible. A la postre, empero, Schopenhauer culminaría ofreciendo reglas y métodos para liberarnos de las cadenas de la voluntad. Ello lo llevaría a coincidir con las nobles prácticas del budismo.
Muchas de las hojas del erudito germano son martillazos con los que uno se introduce en el pecho el arpón del pesimismo. Cómo no, si él nos afirma: «Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor» O también: «Este mundo es campo de matanza donde seres ansiosos y atormentados no pueden subsistir más que devorándose los unos a los otros. Donde todo animal de rapiña es tumba viva de otros mil, y no sostiene su vida sino a expensas de una larga serie de martirios; donde la capacidad de sufrir crece en proporción de la inteligencia y alcanza, por consiguiente, en el hombre su grado más alto». O a su vez: «Si un Dios ha hecho este mundo, yo no quisiera ser ese Dios. La miseria del mundo me desgarraría el corazón». A buen seguro, para él este mundo estaría mejor sin los hombres, porque estos son los únicos que, conscientemente, torturan y se torturan. Cualquier empresa humana, en consecuencia, le parece tener un fondo negro y, con razón, aborrecería fácilmente aquellos versos del optimista Walt Whitman: «Shoulder your duds dear son, and I will mine, and let us hasten forth, / Wonderful and free nations we shall fetch as we go». Para variar, siempre tuvo una pésima opinión de los norteamericanos.
Ahora tengo que aseverar lo siguiente: creo que Schopenhauer no debe ser leído por los jóvenes. No se trata de hacer de censor, sino de una rebeldía personal, de un guiño a un hombre que hubiera gustado de esta prohibición. En ese sentido, infundir pesimismo a temprana edad es un acto irresponsable de provocar desilusión; es precipitar a la derrota a futuros hombres que se las verán en la lucha de las ideas. Por otra parte, aquella filosofía también causa una incertidumbre y una duda corrosivas. Para mí resultaba insalvable la contrariedad y la confusión, por ejemplo, de leer La Cartuja de Parma, animándome con el ímpetu y el brío de las aventuras del chico Fabrizio, y a su vez observar las líneas chocantes de Schopenhauer que espetaban: «Los jóvenes sufren todavía más intensamente la influencia de las novelas. Estas bríndales un fantástico espectáculo del vivir, despertando esperanzas que nunca se han de realizar. Ello influye a menudo muy enojosamente sobre su vida entera. A este respecto, quienes en su juventud no dispusieron de tiempo o de ocasión para leer novelas tienen una ventaja enorme». Injusta y lamentable valoración del filósofo: negarle la lectura de novelas a los jóvenes es como prohibir que los niños aprendan a leer. Por último, el problema del pesimismo no es su contenido en sí (ya que, al fin y al cabo, es una apreciable cosmovisión), sino sus posibles efectos: la autosuficiencia, la indiferencia y el escepticismo. El hombre pesimista puede tener el rasgo de la entereza y la integridad; pero éste se desvirtúa cuando cree que debe aislarse –concentrado en su burbuja de quehaceres y proyectos– y cerrar los ojos a la agonía de la comunidad. Un muchacho indiferente y escéptico es lo más simbólico y reprochable que nuestra era ha conseguido formar.
¿Schopenhauer culpable de todo eso? Ni mucho menos. Pero rubrico hoy una acusación a su filosofía: no responde a las exigencias de un tiempo nuevo; no cumple con las demandas de jóvenes americanos en busca de un camino propio; su notable pesimismo no contribuye a combatir el insolente desinterés de nuestros intelectuales para con los elevados compromisos; en definitiva, su obra detiene, no empuja… Y si a pesar de esta prohibición de leerlo, alguien llega a sus hojas, entonces lo haga con la lanza, el peto y la rodela.
*Escritor y abogado por la UNMSM / eifel.ramirez@gmail.com