Por: Joyce Meyzán Caldas*
En estos días, mientras la Universidad Nacional Hermilio Valdizán se prepara para sus próximas elecciones, vuelve a resonar una palabra que muchos prefieren evitar: política. Y es curioso, porque, aunque algunos la asocian con conflicto o intereses personales, la política está en todo: en las aulas, en los presupuestos, en las decisiones administrativas y hasta en la forma en que se distribuyen los recursos para el bienestar estudiantil.
La universidad, por más autónoma que sea, nunca está fuera del alcance de la política. Y quizás por eso sea el momento perfecto para hablar de lo que tantas veces callamos.
Hablar de política en la universidad no es hablar de partidos ni de ideologías, sino de cómo se toman las decisiones y quiénes se benefician o se perjudican con ellas. Es entender que la vida universitaria no se reduce a clases, tesis y trámites, sino que también implica una constante construcción de ciudadanía.
Porque si la universidad forma profesionales, su reto mayor es formar ciudadanos justos, críticos y capaces de participar activamente en la sociedad.
La historia de la educación superior en el Perú está marcada por luchas políticas. Desde la Reforma Universitaria de Córdoba, que inspiró a generaciones a defender la autonomía, hasta las recientes modificaciones de la Ley Universitaria, cada avance o retroceso ha tenido un trasfondo político. Cuando el Estado aprueba o retrasa presupuestos, cuando prioriza o descuida la investigación, cuando promueve becas o limita la contratación docente, la política deja huella.
Nada de lo que ocurre en una universidad pública está al margen de las decisiones políticas.
Pero también existe una política que se vive dentro del campus: la que se ejerce en los consejos, las asambleas, las elecciones y la participación estudiantil. Con frecuencia, estos espacios se miran con desconfianza, como si la política universitaria fuera algo ajeno o “contaminado”. Sin embargo, es precisamente ahí donde se define el rumbo institucional.
La elección de un rector, de un decano o de un representante estudiantil puede cambiar el destino de una facultad, de un proyecto o incluso de toda una generación.
Por eso, cuando llegan las elecciones, vale la pena detenerse a pensar qué significa realmente votar. No se trata solo de elegir nombres o listas; se trata de elegir visiones de universidad.
Hay quienes conciben la universidad como un espacio burocrático, y quienes la entienden como una comunidad viva, que piensa, investiga y transforma. En ese contraste, la política se convierte en un espejo del tipo de ciudadanos que estamos formando.
También hay que hablar de la responsabilidad política de quienes habitamos la universidad. No solo los que postulan o dirigen, sino también los que enseñamos, investigamos, comunicamos o estudiamos.
Cada uno tiene un papel en el ejercicio de la justicia, la transparencia y el diálogo. La política no se limita a las urnas ni a los discursos; se practica cada día, cuando un estudiante se organiza para exigir mejoras, cuando un docente enseña con ética, o cuando una autoridad decide rendir cuentas y no caer en corrupción. En esos actos cotidianos también se construye una política educativa más humana.
Sin embargo, uno de los mayores riesgos de nuestro tiempo es la indiferencia.
Ese “no me interesa”, “todos son iguales” o “no sirve de nada” que tanto se escucha en los pasillos termina siendo el terreno más fértil para la injusticia.
Cuando la comunidad universitaria se desentiende de la política, otros —los menos interesados en el bien común— ocupan ese espacio y deciden por todos. La apatía no es neutral: es una forma silenciosa de ceder poder.
Frente a ello, la universidad tiene una misión irrenunciable: formar ciudadanos críticos, capaces de pensar, cuestionar y proponer. La política universitaria, bien entendida, es un laboratorio de democracia. Es el lugar donde aprendemos a escuchar, disentir, construir acuerdos, ejercer la justicia y respetar las diferencias. Si no se aprende a practicar la política dentro de la universidad, difícilmente se podrá ejercer de manera ética fuera de ella.
Como comunicadora y docente, estoy convencida de que dignificar la política dentro del campus es una urgencia educativa. No basta con votar: hay que involucrarse, vigilar, preguntar, proponer.
La universidad no puede limitarse a reproducir conocimientos; debe formar conciencia. Cada debate, cada elección, cada decisión colectiva es una oportunidad para aprender ciudadanía en su forma más real.
La política no debería dividirnos, sino enseñarnos a convivir en la diferencia. Participar no es meterse en problemas: es comprometerse con el futuro. Enseñar no es solo transmitir contenidos: es modelar valores. Gobernar no es administrar aulas: es inspirar una visión común.
Cuando cada actor universitario entiende esto, la política se convierte en una fuerza de cambio y no en un campo de batalla.
El futuro de la universidad —y del país— se juega también en estos procesos. Cada voto, cada decisión y cada gesto ético cuenta.
La política que educa es la que construye, la que escucha, la que busca el bien común.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.
@joycemeyzn







