Gumersindo Atencia: un año sin el maestro, un año con su música eterna

Por: Jorge Chávez Hurtado

 

Aquella noche del 7 de octubre del año 2024, la noticia me atravesó como una estocada invisible: Gumersindo Atencia Ramírez había partido. No fue un rumor, no fue un murmullo, fue un filo helado que se enclavó en el alma. Desde entonces, cada vez que el aire sopla sobre los cerros de San Cristóbal, Paucarbamba y Rondos, creo escuchar no el viento, sino la voz callada del maestro que todavía se atreve a cantar en lo invisible.

Algunos días antes de su deceso, tuve la dicha —y hoy también la tristeza— de visitarlo en su casa. Lo encontré postrado, batallando minuto a minuto contra la fragilidad del cuerpo, mientras a su lado doña Julia y Yadira lo rodeaban de un cuidado que era más que ternura: era amor convertido en vigilia. En Yadira se resume un milagro del corazón: no fue hija de sangre, pero sí de vida. El maestro la vio crecer desde niña, la educó en valores, le enseñó el sentido de la dignidad y el amor a la música huanuqueña. Ella, con la fidelidad que nace de lo más profundo, lo asumió como su verdadero padre. Y hoy es ella quien carga con el dolor más hondo de la ausencia, un dolor que no se extingue porque está hecho de gratitud y de memoria.

El maestro también fue padre de hijos de su propia sangre, a quienes la vida condujo lejos de Huánuco, pero nunca lejos de su corazón. Ellos, desde la distancia, sienten a su padre cercano, como si cada recuerdo fuese un abrazo que no se acaba. En ellos vive la certeza de que el amor filial no necesita presencia física para mantenerse vivo: basta la huella imborrable de un ejemplo.

A las 9:25 de la noche del 7 de octubre, la eternidad reclamó lo que le pertenecía, y Huánuco quedó con un silencio que dolía como un grito. Desde entonces, he sentido que el vacío que dejó es difícil de llenar, sobre todo cuando se trata de defender el valor fundamental de la música huanuqueña.

Un año ha pasado, y aún me parece escuchar en la radio —cuando emitimos De Cantos, Calles y Campos, programa que se propala a través de Radio UNHEVAL— la voz escondida de Gumersindo acariciando los acordes de sus huaynos, como si el éter guardara las memorias que la muerte no puede arrancar. La música, esa sí, no se entierra: sigue respirando en las mulizas, en los yaravíes, en las cachuas que él supo elevar como himnos de identidad.

Nació en Taullín, tierra de lagunas y misterios, el 24 de julio de 1931. Tal vez fueron las aguas de Pichgacocha, con su quietud milenaria, las que le dieron ese oído capaz de escuchar lo que otros solo sienten como rumor. Su destino estaba marcado por la guitarra: en el Instituto Daniel Alomía Robles se hizo maestro, y en el Conservatorio Nacional obtuvo el título de instrumentista clásico. Pero lo suyo no era solo la técnica: lo suyo era el don. Era la misión de sembrar.

Fundó conjuntos, grabó discos, compuso huaynos que siguen siendo compañía de nuestra tristeza y de nuestra alegría. Entre Sueño de amor, Niñashay, Adiós cariño, Cenizas o Sumaq Cholo, todos encontramos un pedazo de nuestra propia vida. ¿Acaso no se mide la grandeza de un artista por las vidas que logra tocar? Entonces Gumersindo es inmenso, porque en cada huanuqueño hay, aunque sea escondido, un acorde suyo.

Meses antes de su partida, en un gesto cargado de simbolismo, el maestro entregó el legado de la dirección del Centro Musical Melodía Huanuqueña al maestro Omar Magino Gargate, su discípulo y compañero en producción y arreglos desde la década de los años noventa. Con esa decisión, aseguró que la melodía huanuqueña no se apague, sino que continúe resonando, como un río que nunca deja de fluir hacia el porvenir. Fue su último acto de amor por Huánuco: garantizar que su música, su espíritu y su identidad sigan vivos más allá de la muerte.

Fue gestor cultural, fue docente, fue padre y esposo, pero sobre todo fue raíz. Movió montañas para que Daniel Alomía Robles regresara a Huánuco en cuerpo y memoria, para que la música tuviera un lugar donde hacer eco. Recibió medallas, condecoraciones, reconocimientos oficiales. Pero su verdadera condecoración fueron esas lágrimas que la gente vertía en cada presentación, ese aplauso que no era aplauso, sino oración agradecida.

Hoy, al cumplirse el primer aniversario de su partida, será Yadira quien, junto a doña Julia, recordará con fidelidad y amor la fecha. Una misa abrirá el homenaje, y luego artistas reconocidos entonarán sus canciones. Pero en verdad no hay obra suya que no sea emblemática: toda su producción es un mapa sentimental de Huánuco, un espejo donde nos miramos con orgullo y con nostalgia.

Y como si el destino quisiera que su música siga tocando nuevos corazones, será lanzado oficialmente el disco póstumo Bajo el cielo huanuqueño, con 20 composiciones —cinco inéditas— que incluyen huaynos, valses, mulizas y chimayches. Omar Magino, su discípulo y productor, acompañó al maestro en la selección y en los últimos arreglos, cumpliendo el deseo de que esta obra sea un puente entre generaciones, acercando la melodía huanuqueña a jóvenes y escolares. El disco, presentado con un USB en forma de guitarra y una cartilla con las letras de cada tema, confirma que Gumersindo Atencia no se ha ido del todo: sigue vivo en cada nota, en cada interpretación, en cada corazón que lo recuerda.

La muerte llegó a su casa como ladrón, y sin embargo no pudo robarlo del todo. Porque el maestro no se fue: se desparramó. Está en la voz de los artistas que lo siguen, en la memoria de Julia que lo llama en silencio, en los ojos de Yadira que aprendió de él no solo la música, sino la ternura. Está en los hijos que lo llevan como estandarte en su recuerdo. Está en la radio, en los discos, en las calles que aún tararean sus melodías.

El dolor se parece a la música: llega sin pedir permiso y nos habita. Hoy Huánuco llora, pero llora cantando. Porque sabe que en cada nota hay eternidad. Gumersindo Atencia Ramírez no murió: se hizo melodía perpetua. Su ausencia es un vacío que duele, pero también un eco que salva.

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