
Por: Joyce Meyzán Caldas*
Elegir una carrera es, quizá, una de las decisiones más determinantes en la vida de un joven. No solo define un futuro académico o laboral, sino que también encamina proyectos personales, expectativas familiares y hasta sueños colectivos. Sin embargo, la elección rara vez se da en condiciones ideales: pesa la presión del entorno, la incertidumbre sobre el mercado laboral, la ansiedad por “no equivocarse” y la falta de información clara. En este contexto, las ferias de orientación vocacional aparecen como un recurso clave. Son, en teoría, un puente entre la duda y la decisión. Pero ¿realmente están cumpliendo con ese papel?
Desde mi experiencia como docente universitaria, considero que sí aportan, aunque no siempre con la profundidad necesaria. Las estadísticas lo confirman: más del 80% de los estudiantes llega con una carrera en mente y apenas el 35% admite haber cambiado o reafirmado su decisión gracias a estas ferias. Esto nos revela algo importante: no son espacios definitivos, pero sí cumplen un rol complementario esencial. Su valor radica en abrir horizontes, cuestionar estereotipos, brindar información de primera mano y, sobre todo, humanizar un proceso que muchas veces se vive con miedo y soledad.
La gran fortaleza de estas ferias está en el contacto directo. Conversar con un profesor universitario, escuchar a un estudiante que relata su experiencia o conocer a un egresado que habla con sinceridad de sus desafíos, ofrece mucho más que cualquier folleto publicitario. La interacción, el preguntar y repreguntar en tiempo real, aporta claridad y confianza. Esa voz cercana, que se sale del discurso institucional, es lo que muchos jóvenes necesitan para sentir que no están eligiendo a ciegas.
No obstante, cuando miramos lo que ocurre en otros países, notamos una distancia preocupante. Afuera, las ferias de orientación vocacional han evolucionado hacia experiencias más integrales: incluyen talleres de autoconocimiento, asesorías psicológicas, pruebas vocacionales y conferencias inspiradoras con profesionales de prestigio. No se trata solo de exponer carreras, sino de acompañar procesos de descubrimiento personal. En el Perú, y particularmente en regiones como Huánuco, todavía estamos en una etapa inicial. Las universidades locales y los institutos técnicos hacen esfuerzos valiosos, pero el modelo sigue siendo más informativo que formativo.
Aquí surge un problema de fondo: la falta de planificación pedagógica. Muchas ferias se reducen a un despliegue de stands con folletos y discursos superficiales. Se privilegia la cantidad de instituciones participantes por encima de la calidad de la orientación. El resultado es un evento vistoso, sí, pero poco transformador. Los jóvenes salen con más papeles en la mochila, pero no necesariamente con más claridad en la mente.
Si realmente queremos que estas ferias cumplan su propósito, debemos repensarlas como procesos y no como eventos aislados. Una feria debería ser el inicio de un acompañamiento que continúe en el colegio, con la familia y en espacios comunitarios. Incluir talleres prácticos, dinámicas de autoconocimiento, evaluaciones vocacionales y charlas inspiradoras haría una diferencia enorme. No es suficiente mostrar opciones; hay que enseñar a los jóvenes a reconocerse a sí mismos, a identificar sus talentos y valores, y a contrastarlos con las demandas de la sociedad.
La dimensión social de estas ferias también merece atención. En regiones como Huánuco, se convierten en la única oportunidad para que estudiantes de zonas rurales conozcan de cerca lo que ofrece la educación superior. Allí radica su verdadero valor democratizador. Sin embargo, ¿qué ocurre con aquellos jóvenes que, aún con la información en la mano, carecen de recursos para acceder a la universidad? El reto no es solo mostrar carreras, sino también garantizar y mostrar las políticas de becas, financiamiento y acompañamiento que hagan viables esos sueños. De lo contrario, la feria corre el riesgo de convertirse en un escaparate de oportunidades inalcanzables.
Otro aspecto crucial es quién orienta. No basta con personal administrativo o voluntarios bienintencionados. Se necesita gente formada en psicología educativa, pedagogía o consejería vocacional, capaz de escuchar sin imponer, de guiar sin sesgos y de acompañar sin presionar. La orientación no es un trámite: es un acto de responsabilidad ética.
Tampoco deberíamos limitar la feria a uno o dos días. La demanda es amplia y diversa. Una feria anual, por más vistosa que sea, resulta insuficiente. Lo ideal sería pensar en circuitos de orientación que se repitan varias veces al año o que se integren en los calendarios escolares, de modo que los estudiantes puedan explorar, reflexionar y madurar sus decisiones sin la prisa del reloj.
En última instancia, estas ferias son mucho más que un catálogo de carreras. Son un punto de encuentro entre expectativas, dudas y sueños. Representan la posibilidad de que nuestros jóvenes no solo elijan qué estudiar, sino cómo quieren vivir. Por eso necesitamos que dejen de ser vitrinas informativas y se conviertan en experiencias de orientación verdaderamente transformadoras.
Invertir en ferias más completas, continuas y humanas no es un lujo, es una necesidad. La universidad forma profesionales, sí; pero la orientación vocacional bien diseñada permite que esos profesionales nazcan desde un lugar de confianza, libertad y verdadera vocación. Solo así estaremos formando generaciones capaces, críticas y comprometidas con su tiempo.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.
@joycemeyzn