
Por: Joyce Meyzán Caldas*
Graduarse de la universidad representa el fruto de años de esfuerzo, noches en vela y un compromiso profundo tanto personal como familiar. Sin embargo, ese diploma que alguna vez fue visto como el pasaporte definitivo para ingresar al mundo laboral hoy es apenas el punto de partida de un proceso que exige mucho más: la capacitación constante. Como docente universitaria, estoy convencida de que en la actualidad no basta con obtener un título; lo que realmente marca la diferencia es la capacidad de actualización y de aprendizaje permanente.
El mundo cambia a un ritmo vertiginoso. La UNESCO, en su informe Futures of Education (2022), advierte que los avances tecnológicos y científicos requieren que los profesionales renueven sus competencias al menos cada cinco años para no quedar rezagados frente a las crecientes demandas del mercado laboral. Esta realidad es especialmente palpable en América Latina. Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el 70% de los empleos formales requieren habilidades digitales actualizadas, sin embargo, solo el 35% de los trabajadores las posee. Esta brecha evidencia que lo aprendido en la universidad, aunque esencial, ya no es suficiente para garantizar la competitividad profesional.
Algunas disciplinas reflejan con mayor claridad esta necesidad de actualización permanente. En Medicina, por ejemplo, la investigación y los protocolos cambian con rapidez; un médico que no participe en congresos, diplomados o cursos especializados corre el riesgo de aplicar tratamientos obsoletos. En Derecho, la dinámica legislativa y las nuevas áreas emergentes, como el derecho digital y la regulación de la inteligencia artificial, exigen una constante capacitación para mantenerse a la vanguardia. En Ingeniería, los avances tecnológicos y la digitalización han transformado por completo el diseño, construcción y gestión de proyectos, haciendo imprescindible el dominio de software especializado y metodologías innovadoras. Incluso en Comunicación —mi campo—, la irrupción de plataformas digitales, narrativas transmedia y herramientas basadas en inteligencia artificial nos obliga a aprender constantemente para no quedarnos atrás en un sector en continuo movimiento.
Esta realidad también se evidencia en Perú a través del creciente interés en programas de posgrado. Datos de la SUNEDU (2023) revelan que más de 160 mil egresados universitarios se inscribieron en maestrías y diplomados durante la última década, concentrándose principalmente en áreas como Administración, Educación, Derecho y Salud. Esta tendencia refleja tanto las exigencias del mercado laboral como la preocupación de los profesionales por mantenerse actualizados. Así, la capacitación se ha convertido en un requisito indispensable para acceder a mejores oportunidades, lograr ascensos o incluso conservar el empleo.
¿Pero qué tipo de actualización necesita un egresado universitario? No existe una fórmula única. Depende del área profesional, del contexto laboral y de los intereses particulares. Para algunos, un curso corto en habilidades digitales o idiomas puede ser transformador. Para otros, los diplomados o especializaciones resultan esenciales para profundizar conocimientos técnicos o teóricos. Los posgrados, como maestrías y doctorados, son cruciales cuando se busca no solo adquirir información, sino también contribuir con investigación y generación de nuevo conocimiento. Lo fundamental es entender que la capacitación debe percibirse no como un gasto, sino como una inversión en el desarrollo personal y profesional.
Los beneficios de la actualización constante van más allá del ámbito laboral. Fortalecen el pensamiento crítico, la capacidad de adaptación y la confianza personal. Un profesional que se mantiene en constante capacitación aprende a interpretar los cambios no como amenazas, sino como oportunidades, desarrollando además la resiliencia necesaria para afrontar escenarios de incertidumbre.
No obstante, en el Perú el acceso a programas de actualización no siempre es equitativo. Muchas maestrías y diplomados tienen costos elevados que excluyen a un gran número de profesionales. Esta situación demanda repensar las políticas públicas en educación continua, fomentando la capacitación accesible y de calidad a través de alianzas entre universidades, Estado y empresas privadas. Estas colaboraciones podrían promover becas, programas virtuales y convenios internacionales, de modo que la formación continua deje de ser un privilegio y se convierta en un derecho que permita a todos los profesionales crecer y aportar significativamente a la sociedad.
Como docente, me preocupa ver cómo muchos egresados abandonan su proceso formativo justo al terminar la carrera. Es como si el aprendizaje concluyera con la obtención del título, cuando en realidad ese es solo el comienzo. En mis clases, suelo recordarles a los estudiantes que el conocimiento no es estático, y que lo aprendido hoy puede no ser útil mañana si no se actualiza. La universidad no forma profesionales terminados, sino personas en constante construcción.
En definitiva, la capacitación permanente es el sello distintivo del egresado del siglo XXI. Es lo que diferencia a un profesional pasivo de uno proactivo, a alguien que se limita a ejecutar tareas de quien se atreve a innovar y liderar. Frente a un mundo que cambia cada día, lo único que no puede variar es nuestra voluntad de seguir aprendiendo.
El objetivo, es claro: graduarse no es el final, sino apenas el punto de partida. El compromiso con la capacitación constante no es solo una exigencia del mercado, sino una responsabilidad ética con uno mismo y con la sociedad a la que servimos.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital
@joycemeyzn