
Por: Jorge Chávez Hurtado
Hay artistas que no solo tocan un instrumento, sino que lo incendian. Que no solo pisan un escenario, sino que lo transfiguran. Que no solo nacen en Huánuco, sino que llevan a Huánuco en las venas, como un río de música que jamás deja de correr. Uno de esos elegidos es Richard Wilson Cueva Villacréz, el gran Wild Richard, el muchacho de melena suelta que, al rasguear una cuerda, parecía convocar a los espíritus del viento, del agua y de la montaña.
Lo conocí en la radio, ese territorio mágico donde la voz se convierte en puente y la música en bálsamo. Llegó con su cabello crecido, su piel clara, su risa franca y una guitarra como única patria. Al principio, lo confieso, pensé que era un extranjero avecindado en Huánuco; pero apenas pronunció sus primeras palabras entendí que era más huanuqueño que los sauces del Huallaga. Su acento era nuestra raíz, su guitarra, nuestra memoria.
Recuerdo aquella mañana en que presentamos su disco Guitar On Fire. Nunca un título estuvo tan bien elegido: la guitarra de Wild ardía, se encendía en las manos de ese joven que no solo interpretaba, sino que creaba mundos. Sonaron en la cabina los acordes de Adiós pueblo de Ayacucho, El cóndor pasa, Danza de los Negritos de Huánuco, Desde tu separación, Valicha, Toril, Una carta al cielo, y de pronto, el éter se convirtió en escenario universal. Las ondas radiales llevaban su fuego a cada rincón donde alguien encendiera un transistor. Y Huánuco, desde su entrañable cabina de radio, ardía en música para el mundo.
Wild no se conformó con ser guitarrista. La vida le exigió ser más. Y empezó a cantar. Como si no bastara con encender cuerdas, ahora encendía también la voz. Y lo hacía con la misma gracia, con la misma naturalidad, con esa frescura que solo tienen los que no buscan fama, sino verdad.
Durante la pandemia lo entrevisté desde radio UNHEVAL. Él estaba literalmente atrapado en España, varado luego de una gira artística que había emprendido tras recibir en París, de manos de la UNESCO, un reconocimiento que lo consagraba como revelación cultural de Latinoamérica. Lo escuché al otro lado de la línea, con la ansiedad de regresar pronto a su tierra, con la nostalgia de un huanuqueño que, aun estando en Europa, soñaba cada noche con el rumor del Huallaga. Fueron meses duros, de encierros y silencios, pero también de resistencia. Y cuando al fin, a fines de 2021, regresó al Perú, su primera ofrenda fue un concierto virtual para Huánuco: un abrazo sonoro desde la distancia, un canto de reencuentro para curar la herida de la ausencia.
Hace poco lo vi presentando su versión rock de la Danza de los Negritos de Huánuco. Y ahí entendí que su propuesta no era capricho: era memoria que no se resigna, tradición que se viste de modernidad, identidad que se niega a morir. Los danzantes, los cotones, las máscaras, los penachos, la fe hecha baile, se abrazaban con la guitarra eléctrica, y de ese abrazo nacía una propuesta nueva, arriesgada, poderosa.
Pero Wild no es solo escenario, ni solo videoclip, ni solo ovación en redes. Wild es maestro. Fundó una academia donde niños, jóvenes y adultos descubren que la música no es adorno, sino salvación. Paciente, empático, exigente y generoso, ha sembrado semillas que algún día también serán fuego.
Su hoja de vida está llena de diplomas, condecoraciones y premios: del Congreso, de la UNESCO en París, de la Cámara de Comercio, del Instituto Internacional de Cultura Latinoamericana. Pero más allá de las medallas, hay algo que no se escribe en ningún diploma: el brillo en los ojos de quien lo escucha, la lágrima que arranca un punteo, la esperanza que despierta un acorde.
Wild Richard tiene 32 años, pero parece llevar siglos en las manos. No es exageración decirlo: cuando toca, suena el eco de los pueblos, los pasos de los negritos, el viento desde las montañas de Carpish, el dolor de las despedidas y la alegría de las fiestas patronales. En su guitarra cabe el Perú entero.
Lo he entrevistado muchas veces. Y siempre volvemos a la misma conclusión: la música no es entretenimiento; es un vertebrador de la vida, una orquestadora de todo lo humano. Quizá por eso, cuando Wild toca, uno siente que no está oyendo solo música, sino escuchando la vida misma.
Hoy escribo estas líneas con el corazón apretado. Porque sé que Huánuco, con frecuencia, olvida a sus artistas. Porque temo que la desmemoria cubra su fuego como ceniza. Y porque sé que, algún día, cuando ya no esté con nosotros, lloraremos lo que hoy no supimos reconocer.
Por eso escribo: para que no se olvide.
Para que quede constancia de que un joven nacido un 3 de noviembre de 1992, en esta tierra nuestra, fue capaz de poner a Huánuco en los mapas del mundo con solo seis cuerdas y un corazón ardiente.
Wild Richard: guitarrista descomunal, cantante fulgurante, maestro cósmico, compositor alquimista, loco genial, arreglista magistral, alma libre e indomable.
El niño del Huallaga que encendió la guitarra.