
Por: Joyce Meyzán Caldas*
La pregunta sobre si la inteligencia artificial (IA) reemplazará a los profesionales se ha vuelto recurrente en los últimos años, alimentada tanto por titulares alarmistas como por avances tecnológicos que parecen sacados de la ciencia ficción. La historia, sin embargo, nos ofrece un marco claro para entender este fenómeno: cada gran revolución tecnológica —desde la invención de la imprenta hasta la llegada de internet— ha transformado profundamente el mundo del trabajo, reemplazando ciertas funciones, pero también abriendo nuevas oportunidades que antes no existían. El debate actual, por lo tanto, no debería centrarse únicamente en el temor al reemplazo, sino en cómo nos adaptamos y reconfiguramos nuestras profesiones en diálogo con las máquinas.
Basta con mirar atrás para comprobarlo. La Revolución Industrial del siglo XVIII automatizó labores agrícolas y manufactureras que durante siglos habían sido realizadas por artesanos y campesinos. El telar mecánico reemplazó a los tejedores manuales, pero también generó la expansión de la industria textil y la creación de empleos en logística, distribución y diseño. Más recientemente, la aparición de las computadoras y de internet desplazó a mecanógrafas y archivistas, pero dio lugar al desarrollo de carreras enteras en programación, diseño web y comunicación digital. La constante en todos estos procesos es clara: la tecnología elimina funciones rutinarias y repetitivas, pero impulsa la creación de nuevas profesiones y demanda nuevas competencias.
En el caso de la inteligencia artificial, este patrón parece repetirse. Ya vemos sistemas de IA realizando tareas que antes eran consideradas exclusivas de profesionales humanos. En medicina, algoritmos entrenados con millones de imágenes pueden detectar tumores con una precisión incluso superior a la de algunos radiólogos. En derecho, programas especializados en análisis documental pueden revisar en minutos contratos que a un abogado le tomaría semanas. En periodismo, herramientas automáticas generan reportes financieros o resúmenes deportivos en cuestión de segundos. A primera vista, parecería que estas profesiones están en riesgo, pero la realidad es más matizada. En todos estos casos, la IA funciona como un asistente que potencia la capacidad del profesional, liberándolo de tareas rutinarias para que concentre su tiempo en aquello que requiere criterio, ética, creatividad y sensibilidad humana. Tomemos el ejemplo de la educación: plataformas de IA pueden personalizar contenidos y evaluar desempeños, pero el rol del docente no se limita a transmitir información; implica acompañar procesos, motivar, formar ciudadanos críticos y promover valores. Estos aspectos son insustituibles.
Además, diversos estudios respaldan esta visión. El Foro Económico Mundial (2023) proyectó que para 2027 se perderán 83 millones de empleos a nivel global debido a la automatización, pero al mismo tiempo se crearán 69 millones en áreas emergentes como energías renovables, análisis de datos, ciberseguridad y desarrollo de IA. Es decir, más que una desaparición total de profesiones, se producirá una reconversión laboral. Los profesionales que logren adaptarse, aprender nuevas competencias digitales y combinar sus saberes con el uso estratégico de la IA tendrán un lugar asegurado en el mercado laboral.
El riesgo real no es que la inteligencia artificial reemplace a los profesionales, sino que amplíe las brechas entre quienes logran adaptarse y quiénes no. La llamada “brecha digital” ya no se limita a tener o no acceso a internet, sino a la capacidad de utilizar herramientas avanzadas de manera crítica y creativa. Si un abogado sigue trabajando únicamente con expedientes físicos, mientras otro domina sistemas de análisis con IA, la diferencia en productividad será abismal. Lo mismo ocurre en periodismo, arquitectura, ingeniería y comunicación. En este sentido, la educación superior tiene un reto crucial: integrar de manera transversal la alfabetización digital y la formación en competencias tecnológicas, pero también reforzar habilidades blandas como el pensamiento crítico, la ética y la empatía, justamente las que la IA no puede replicar.
Existen, por supuesto, riesgos asociados al uso indiscriminado de la inteligencia artificial. Entre ellos destacan la generación de desinformación a gran escala, la posibilidad de sesgos discriminatorios en algoritmos y la pérdida de empleos en sectores con baja calificación. Sin embargo, estos riesgos no deben llevarnos a un rechazo absoluto, sino a una regulación adecuada y a un uso responsable. Países como la Unión Europea ya han aprobado marcos normativos para garantizar que el desarrollo de la IA respete los derechos humanos y priorice la transparencia. América Latina aún está dando pasos en este terreno, y resulta urgente que los Estados, junto con las universidades y la sociedad civil, participen en este debate.
La inteligencia artificial sí reemplazará funciones, especialmente aquellas rutinarias y automatizables, pero no reemplazará a los profesionales en su esencia. Ninguna máquina puede asumir el rol humano de tomar decisiones éticas, crear con sensibilidad cultural o comprender la complejidad de una sociedad. La historia demuestra que cada avance tecnológico genera incertidumbre, pero también abre oportunidades inéditas. El verdadero reto es cómo nos preparamos: si apostamos por una educación flexible que forme profesionales críticos y capaces de integrar la tecnología con la dimensión humana, entonces la inteligencia artificial será aliada y no enemiga. Más que preguntarnos si la IA nos reemplazará, deberíamos preguntarnos cómo queremos convivir y crecer junto a ella.
*Comunicadora, docente universitaria y periodista digital.
@joycemeyzn